Parecía incómoda, le habían traído una silla reclinable y aún así, rodeada de cojines, su expresión era de molestia, dolor tal vez.
El lago resplandecía, mis hermanas y yo corriamos por los jardines del tzanjuyú cortando flores y gritando como locas.
Ella nos observaba, con la mirada de las mujeres que no son madres y que añoran la maternidad. Mi hermana pequeña se había atragantado con las flores y mi madre salió dando gritos, limpiandole la cara e intentando que no siguiera comiendo margaritas, rosas y violetas.
Se veía extraña con el polen pegado en la nariz y la boca pintada de colores, los pedacitos de pétalo cayendo por la blusa y pegados en el pelo rizado.
Fue el único momento en que la ví reír, se carcajeaba secándose las lágrimas y nos señalaba sin compasión, parecía que se iba a desmayar de la risa, mi hermanita vomitó de pronto y se rompió el encanto.
Supongo que vió la cara ofendida de mi madre y pidió que la llevaran adentro, sin dejar de reir.
Cuando caía la noche, pude verla acostada en la terraza, un hombre grande y grueso le tomaba la mano y sonreía.
Por la mañana la ví, seguía recostada, con un pincel largo intentaba recrear las rosas sobre un lienzo colocado en el caballete, me acerqué para ver los dibujos y me asustó la desnudez de la mujer en el cuadro y sus entrañas de hierro y sangre.
Quizo ser amable, me llamó a acercarme, pero las figuras me habían clavado a la tierra.
La muchacha que me cuidaba llegó corriendo, me tomó de un brazo y me alejó de ella.
“Nena, venga, dice su mamá que no moleste a la señora Frida”.
Solange Nin
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