martes, 23 de abril de 2013

El tambo — Capítulo 4



—Joven, hágame el favor, por vida suya, ayúdeme a subir el tambo por la puerta de atrás.

Un poco de esfuerzo y el tambo quedó acomodado. El brocha apuraba a los pasajeros.  Doña Lucía se prendió del tubo de la camioneta y de un brinco llegó hasta arriba, el esfuerzo provocó que su monedero saliera volando del brasier, en cuanto se dio cuenta pegó un grito, al tiempo que se bajaba.  Por un instante perdió de vista la pequeña bolsa que contenía todo su dinero, pensó que apenas era la primera semana del mes y no podía permitir que alguien más lo tomara, sus hijos se quedarían sin comer, y su marido, ¿qué explicación le daría a su marido? 

No le quedaba mucha agilidad, cuarenta y cinco años y cinco hijos hacen mella en cualquier físico, pero la adrenalina pudo más, capturó el monedero, unas lágrimas se le salieron, suspiró aliviada, unos segundos pasaron, entonces se levantó, pero el bus había arrancado, ya no pudo contener las lágrimas y toda su rabia se desbordó, haciendo que se pusiera a gritar, mientras miraba cómo la camioneta se alejaba, llevándose el tambo de gas.

La noche anterior el marido de doña Lucía había llegado borracho.  Como ella no estaba en casa vociferó, asustó a los niños y se llevó el tambo de gas, lo cargó a la moto y lo fue a empeñar.  Ella regresó después de las ocho, se dirigió directamente a la cocina, para calentar la cena, quiso encender la estufa pero fue imposible, quizá dejé cerrada la llave, se dijo, mientras iba para afuera y al agacharse a ver, debajo de la pila, se quedó pálida al notar que el espacio reservado para el tambo de gas estaba vacío.

Uno de los niños la fue a encontrar: “Mamita, mamita, mi papito se llevó el tambo de gas, pero dijo que no te contáramos”.  Resistió todo lo que pudo, no pronunció palabra alguna, no era bueno que los niños la oyeran hablando mal del papá, en su mente todo se revolvía:  “Infeliz, ya no sé que hacer con él, si no le doy pisto se roba las cosas y las va a empeñar, si le cierro la puerta la bota y luego me sale más cara la reparación, si no le doy de comer me pega o le pega a los patojos, solo por ellos es que lo aguanto, pero ya no aguanto, y ahora hasta mañana voy a poder ir a desempeñar el bendito tambo”.

Encendió la estufa de gas kerosene y calentó la cena de los niños, el más pequeño todavía tomaba pacha.  Se apresuró a ponerles ropa de cama, temprano del otro día tendría que llevarlos a la guardería.

Su rutina diaria era dejarlos por la mañana, recogerlos a las cuatro de la tarde, en el ínterin trabajaba en varias casas, lavando ropa, planchando, haciendo limpieza. Los llevaba a la casa, preparaba la venta y como a las seis iba de nuevo para afuera, los niños se quedaban al cuidado del más grande, que tenía siete años. Regresaba hasta terminar con todo. Esta vez tenía trabajo extra, pues iría a rescatar el tambo de gas, como no era la primera vez que pasaba que el marido se llevaba cosas al empeño, era seguro que ahí encontraría el tambo.

Continuará
Rubén a secas.

miércoles, 17 de abril de 2013

El tambo — Capítulo 3



Se puede decir que estoy castigada. El editor de la sección lleva un año queriéndose propasar conmigo, como no le he dado nada, entonces se las ingenió para trasladarme a nacionales, ahí me pusieron a cubrir la nota roja.

Yo no sirvo para eso, lo mío es la página de sociales, qué rico es eso de asistir a reuniones. Por otro lado, los anfitriones tratan bien a los periodistas, con tal de salir en la página social hacen cualquier cosa, además piden que uno les mande fotos, apuntan sus nombres, aunque ahora ya no les gusta que se ponga el nombre completo, por el miedo a las extorsiones.  Pequeñas molestias, un par de veces a la semana.  El trabajo de redactar y pegar fotos no es nada del otro mundo. Una beca. Ahora, heme aquí cubriendo la nota roja.

No niego que me dio miedo, los bombazos fueron como veinte. Heridos por aquí, quemados por allá, un montón de gente tomando fotos y grabando videos. Ya estaba terminando la nota cuando me mandaron a cubrir una conferencia de prensa. Tenía que ver con la explosión, por lo que el editor andaba acelerado: “Van a revelar información importante, vayan y se vienen rápido, porque quiero la noticia antes del cierre”. 

El salón estaba lleno, todo mundo había puesto sus cámaras hasta adelante y andaban alborotados. Tocó que esperar, miraba el reloj a cada rato, porque tenía la hora de cierre ya próxima.  Yo iba acompañada de la Heidi, la fotógrafa, una chava lesbiana que me lleva ganas, pero es buena para tomar fotos. A veces la descubro viéndome las nalgas o los pechos, hasta se enoja cuando los otros colegas me sacan conversación y miran sobre mi escote.

El ministro de gobernación apareció después de un buen rato. Puso una foto en la pantalla, se miraba que había sido tomada de un carné universitario, tenía borrado el nombre de la universidad, pero se veía claramente, en el fondo, el escudo de la misma. Se trataba de un patojo normal.

Sin decir buenas noches, o algo que se pareciera a un saludo, el ministro dijo: “Como todos sabemos, hoy fuimos víctimas de una canallada, una tremenda amenaza a nuestra libertad, un ataque contra el país más bello del mundo, nuestro país. Aunque no hay un comunicado oficial y todavía nadie se ha adjudicado el atentado, tenemos información que nos lleva a sospechar que se trata de los, recientemente descubiertos, nexos que Al Qaeda tiene con la mara salvatrucha”.

Casi suelto la carcajada, el salón se llenó de murmullos y se veía a muchos tapándose la boca y mirando hacia abajo.  El ministro prosiguió, lo siguiente que hizo fue describir al de la foto: "Parece ser que su familia tiene una larga historia de violencia, uno de sus tíos fue miembro de una célula de la guerrilla”.

El ministro se quedó callado, mientras tanto pusieron un video, en donde se podía ver que el joven de la foto levantaba un tambo de gas propano y lo subía por la puerta de atrás de un bus del transporte público.  "Este es el momento en el que el terrorista, descaradamente, le pasa la bomba incendiaria a su cómplice suicida, quien aún no ha podido ser identificada".

Como si no bastara con las palabras del ministro, un colega que estaba sentado a la par mía, después de darme un pequeño golpe con el codo, susurró: "Vos, sabías que esa empresa de gases tenía una demanda, hace unos meses hubo una explosión en sus instalaciones, se murió un empleado, también han sido demandados porque los tanques que venden chingaron el equipo de varios clientes, parece que sus productos son desechados en otros países, ellos los compran como basura, pero aquí los venden como nuevos".  No me extrañaría, le dije, sin ponerle mucha atención, porque el ministro seguía hablando.

"En los próximos días estaremos informando de la detención de algunos cómplices que ya hemos identificado, no quiero adelantarles mucho, para no entorpecer la investigación, pero esta célula guerrillera, fundamentalista y mahometana, ha logrado implicar a algunas de las mejores familias del país".

Cuando terminó la conferencia Heidi se veía extraña, tenía cara de quien se está aguantando la risa, sólo atinó a decirme: "vos, ese maje está verdaderamente loco".  Al rato apareció Leonel, mi dolor de cabeza, mi ex novio, llegó solo para decir: "Vos, ese chavo vive en tu colonia, yo lo conozco, te encargo que tengás cuidado".

Finalmente salimos del salón, nos fuimos para el periódico, Heidi y yo, a terminar de hacer la nota. Más tarde, mientras nos echábamos un café, vimos la versión televisada de la conferencia. El noticiero hablaba del sanguinario y despreciable guerrillero fundamentalista mahometano y su cómplice suicida.

 Continuará
Rubén a secas.

martes, 9 de abril de 2013

El tambo — Capítulo 2



Que se me chingara el carro fue una verdadera cagada.  Iniciando el semestre, justo el día que daba inicio el curso que tenía que repetir. No es una gran nave, en realidad es una chatarra que mi padre usó cuando era joven, la reparamos con mi primo, eso de estudiar en universidad privada y no llevar carro pues no queda bien y el carrito me sirvió fielmente el primer año, pero ahora se chingó.

El asunto es que llegué tarde, por lo que no tuve otra que inscribirme en un grupo de tres chavas, medio nerdas ellas, y nada bonitas, más bien gorditas, quienes parecían tener arreglada su vida, pero fueron las únicas que se ofrecieron a aceptarme para hacer el trabajo colectivo, ya se sabe, nadie se arriesga con alguien que llega tarde, se supone que así será siempre.

Una semana después no había podido arreglar el bendito carro y de nuevo llegué tarde a clases.  Las chavas me vieron feo, me disculpé, les expliqué lo del carro. Sin ponerme atención, dijeron que teníamos que reunirnos para planificar una presentación para la siguiente clase, por eso había que arreglarlo todo de una vez. Dispusieron platicar en un McDonald’s.  Las tres niñas, al unísono, me convencieron, dijeron que era urgente hablar, pero no querían estar en ese Mc que estaba cerca de la U, ellas querían ir a otro lado.

—Como no tenés carro Paola te puede llevar, nos juntamos allá.
Yo y mi bocota, le había pedido jalón a un cuate, pero por lo de la tarea de grupo no tuve escapatoria.  Hasta ahí no imaginaba que me querían tender una trampa. Quince minutos después de haber llegado, después de tragarse las papas fritas, las otras dos se despidieron, inventaron cualquier excusa y me dejaron solo con la Paola.

Entonces fue que me di cuenta, lo que querían las tres era dejarme solo con la Paola, en un lugar donde no hubieran conocidos, por eso no quisieron que nos juntáramos en el Mc de la U.

También así me di cuenta que esas chavas no perdían el tiempo, porque en cuanto desaparecieron sus cuatas la Paola se me abalanzó a lo grueso: “Quiero con vos”, dijo. Me habló del apartamento de su hermano: "Queda en la zona viva, no estamos tan lejos, rapidito llegamos, total a esta hora no hay mucho tráfico”.

Abrió la bolsa, para buscar sus llaves, las sacó, las puso en la mesa, al hacerlo dejó al descubierto una cajita de preservativos, que estaban casi en la superficie.  "Te lo puedo poner con la boca", dijo, sin ruborizarse, yo en cambio sí me puse rojo, y el paquete se me achiquitó.  La niña era de armas tomar, más bien de “armas al hombro”, pensé. El problema era que el guardaespaldas estaba parado en la puerta, un hombre grandote, fornido, con el arma debajo de la chaqueta. Ni loco, me dije.
Como ella fue lanzada, entonces yo me animé a decirle que no me gustaban las mujeres fáciles, que prefería que nos conociéramos más, para saber como era ella, que no podía acostarme sin amor, sabía que sonaba gay, pero al final le dije que era cristiano renacido, y que había prometido tener sexo solo con la mujer con la que me casara.  No me detuve a pensar, lo que quería era zafar bulto.

El rollo funcionó, la Paola lloró un ratito sobre mi hombro, se echó el consabido "qué vas a pensar de mÍ",  le di un besito de despedida y se fue.

Me quedé sentado un rato, sin terminar de creer lo que había pasado, pues no todos los días le tiran a uno el calzón de esa forma.  Cuando consideré que ya no la encontraría afuera me levanté y, sin salir de mi asombro, caminé a esperar la camioneta. 

De seguro me tocaría esperar un buen rato, a esa hora las camionetas van más despacio, y se quedan paradas hasta conseguir un aceptable número de pasajeros. Todo lo contrario de las horas pico, cuando los brochas se arrebatan y tratan de meter a todo el que puedan al bus, llenándolo prácticamente a presión.

Entre los que esperábamos sobresalía una señora, nada fuera de lo común, vestida a la antigua, con un delantal que le cubría la falda, pero era fácil fijarse en ella porque a duras penas sostenía un tambo de gas propano, de esos de veinticinco libras. ¿Quién sale a comprar gas en estos tiempos? ¿Acaso por su casa no venden? Además, con tantas empresas que reparten a domicilio.  No pude dejar de verla, mientras me hacía tales preguntas.

La doñita le hizo señas a la camioneta que venía, la camioneta paró, ella se dirigió a pagar su pasaje, habló algo con el chofer, bajó del bus, se me quedó mirando y dijo: "Joven, hágame el favor, por vida suya, ayúdeme a subir el tambo por la puerta de atrás”.

Agarré el tambo y haciendo alarde de fuerza lo subí con una mano. Algo sucedió en ese momento, porque la camioneta arrancó y de inmediato pude ver que la señora estaba tirada en el suelo, gritando sin parar

La señora gritaba, mi bus no aparecía, la camioneta y el tambo siguieron su rumbo, mientras se alejaba se podía ver como trataba de adelantarse a otra camioneta, tratando de ganarle el pasaje de la próxima parada.

Un automóvil de lujo, una Blazer creo que era, de plano iba demasiado rápido, o se pasó un alto, porque fue directo a chocar en uno de los lados del bus.  La Blazer hizo un trompo, pero luego se enderezó y siguió su camino.

La camioneta se descontroló, unos metros adelante se estrelló contra un edificio, que resultó ser una venta de gases industriales.  El bus cayó sobre su costado, después se escuchó un estruendo, ahí se desató el pandemonio. La gente corría y gritaba: “Estalló el bus, estalló el bus, el edificio se quema”, se podía escuchar entre la locura.

Las detonaciones que siguieron me hicieron notar que la cosa era más seria de lo que se miraba.  Me quedé viendo a la mano con la que ayudé a la señora, ella apenas se estaba levantando del suelo.  El tambo de gas se había convertido en una bomba, fue lo que pensé. 
Continuará
Rubén a secas.

jueves, 4 de abril de 2013

El tambo — Capítulo 1



Las horas que vienen después del almuerzo y que preceden al tráfico de las cinco de la tarde se vuelven tediosas.  Los restaurantes de comida rápida se quedan vacíos, los buses hacen cola para pescar pasajeros, los gritos del brocha se incrementan, la gente aprovecha para subir bultos al bus.  Cosas que en otro momento del día sería imposible transportar. Los estudiantes universitarios se reúnen en grupos, para preparar el examen del otro día, los carros aceleran la marcha, la gente camina con lentitud, como que vivieran en otra ciudad.  Ese espacio de tiempo trae consigo el sueño, los pasajeros duermen en las camionetas, los comensales cabecean mientras leen un periódico, hasta los que van por las aceras parecen caminar dormidos.

La ciudad parece otra ciudad, se toma un descanso, es como si no pasara nada, los asaltos suceden a plena luz del día, pero temprano en la mañana. Los ladrones y los sicarios también se detienen a almorzar.  El sol deja de quemar, las citas se posponen, se deja de lado la prisa, al menos por unas horas.

En los espacios cerrados, en la calle, es posible abstraerse de todo y escuchar un sonido a la vez:  la bocina de un carro, el rechinar de unas llantas, el rapidito señora que no tenemos todo el día, el por cinco quetzales más le agrandamos su menú,  la voz que dice “por qué no te vas con Paola” o la que entre sollozos apenas balbucea: “Qué vas a pensar de mi”, las incoherencias que se vuelven excusas, los pasos que se alejan, el silencio de la chica que se queda sola, los pensamientos de quien la deja abandonada, la voz de la señora que pide ayuda con el tambo, los murmullos del peatón que reniega porque tiene que dejar de fumar, el ruido de las monedas cuando se sube al bus, el taconeo mientras llega hasta la parte de atrás, el sonido de la chispa del fósforo al encenderse, el ronroneo del motor del bus al alejarse, los acelerones del carro que se acerca, la  pequeña explosión, los gritos de la gente, el crash del bus cuando choca y la tremenda explosión.

Continuará
Rubén a secas.

martes, 19 de junio de 2012

Morir a los veintisiete


Sesenta y nueve años de edad no son muchos, sucede que a veces la demencia senil empieza temprano.

Nació en el siglo XX, pero se le ha olvidado. De la década de los sesentas nada tiene en la memoria y de los setentas apenas conserva algunos recuerdos, específicamente de 1970, aquel año en el que se internó en la selva y viajó por carretera con su compañero; luego le queda la sensación de un fogonazo, de la sustancia que suspendió sus latidos y del calor que derritió su cuerpo. Después solo quedó su voz.

El acetato vuelve a sonar, lo pide a toda hora. Ella escucha, sin enterarse quién lo pone en la tornamesa. Tararea la canción, de letra en inglés, y mira el despintado poster que cuelga en la pared. Yo la conocí, balbucea.

Hay días en los que la lucidez le alcanza para recordar que estuvo enamorada, que tuvo dos hijos, que alguna vez viajó hasta San Francisco para escucharla cantar, que brincaba en los conciertos, que siempre la acompañó el tipo a quien llamaba el hombre de su vida.

Veintisiete años son pocos para morir, lo son menos para seguir viviendo y perder lo que se ama. El accidente la dejó sola, sin hijos y sin pareja. Desde entonces se dedicó a viajar, dejando en cada lugar un poco de su memoria, hasta que ya no pudo más y tuvo que quedarse estática.

En el asilo la cuidan y le dicen Janis. Ella no recuerda su nombre, no pocas veces confunde su historia con la de la chica que sostiene el micrófono en el poster. Las pistas de Pearl vuelven a sonar. Ya no puedo cantar, balbucea.

Juanita Jopli

jueves, 17 de mayo de 2012

Vivo retrato

Ella repetía: Tú eres el padre. Él se quedaba callado, pensando, viendo al bebé, como buscando rasgos propios. Ella decía que no buscara en su memoria, que abrazara al recién nacido, así podría sentir la conexión de la sangre. Él siempre estuvo enamorado de ella, pero dudaba, hacía nueve meses que no la miraba.

Es tuyo, lo juro, repetía. Él recordó que aquella noche tuvo sexo, pero fue con otra, de eso estaba seguro; así se lo mencionó. Tienes razón en dudar, pero te juro que fui yo la de aquella noche, dijo mirándolo a los ojos.

Recuerdo que estuve con otra, pero ahora entiendo cuando dicen que el amor es ciego, y veo que el niño es mi vivo retrato; tenemos que casarnos. Ella suspiró.

Mandy Lon