lunes, 22 de marzo de 2010

Se nos subió el azúcar

Todos los periódicos anunciaron en su primera página que el azúcar aumentaría un quetzal por libra.

Reunidos en la suite principal de uno de los clubes más exclusivos, los hombres brindaron porque la estrategia había funcionado.

Los mayores aplausos los recibió quien había tenido la brillante idea de trasegar el producto hacia el vecino país del norte, nadie pondría en duda que allá estaban pagando mejor precio por kilo.

Desarrollar la logística, contratar a la gente para mover el edulcorante, hacer los contactos con la prensa, dar el seguimiento adecuado; eso fue lo más sencillo.

Pensar que unas semanas atrás todos estaban tristes porque no habría bonificación extraordinaria. Ahora la felicidad salta a la vista, la producción del 2009 se venderá a mayor precio de lo estimado, los gastos para lograrlo fueron pocos y todo mundo se creyó la historia.

Juanito Insulino

lunes, 15 de marzo de 2010

Son tus perfúmenes

Apestás, le dijo su mejor amiga, después que la dejó entrar a su apartamento. Él estaba medio despierto y tenía ojeras de mal dormir que le hacían una enorme sombra en la cara.

¿No te vas a bañar?, le recriminó la amiga, quien se tapaba la nariz, sin disimular su asco. No, dijo él, al tiempo que amagaba con darle un abrazo. Ante la amenaza, ella se escabullo como pudo y se dirigió a la cocina, para prepararse un café.

Sacó de la alacena el bote con café y le volvió a recriminar: ¿Cómo hacés para heder tanto? Se rascó un sobaco, dejando escapar un poco más de su mal olor, luego dirigió su mano a la nariz, respiró profundo y respondió: Nada.

—¿Cómo querés el café?

Con un dedo hurgando en su nariz, y con la otra mano rascándose la ingle, dijo: Fuerte.

Ella se asomó por el marco de la puerta de la cocina y lo sorprendió cuando estaba a punto de meterse la mano en el trasero, y le gritó: No te da asco estarte oliendo, apestás a desagüe.

Se rascó el otro sobaco, aspiró el olor y dijo: Más bien huelo a mí. Te podría describir mi olor como la mezcla del aroma de un viejo ron, con almizcles bien curtidos; y el sudor de dos días de sol, cuatro horas de camino en la montaña, seis horas en bus de segunda y una noche de desvelo, escribiendo y comiendo queso azul.

—En serio, ¿no te molesta heder tanto?

Él movió la cabeza de un lado a otro.

—No querés que venga ¿verdad?, sos tan desagradable.

En un descuido, la tomo de la mano y empezó, poco a poco, a olerla. Ella quiso retirarse de inmediato, pero él no la dejó, entonces se puso a forcejear, a gruñir y a insultarlo. En medio de los jaloneos, gritos, patadas, aruñones y sudores, él logró restregar su nariz contra sus firmes y morenos pechos; sintió un fresco olor a guayabas recién cortadas, mezclado con un leve aroma despedido por una brizna de sudor, provocado por el forcejeo; después de un momento de aspiración profunda la soltó. Ella, ofendida, a punto de la histeria, y con lágrimas en los ojos, le gritó: ¿Qué te pasa patán, mal oliente, miserable, violador? Él, bajando la cabeza, y con tono de disculpa, respondió: No pasa nada, nada, no te ofendás, solo necesitaba aspirar tu olor a tierra, a mujer de pasto, tu esencia de ser humano; porque no aguanto cuando entrás por esa puerta y siento tu fragancia a jabón, a perfume de pérgola de tienda cara, a mujer de revista.

Ella, en silencio, con los ojos inyectados de cólera, tomó la taza de café y se la tiró a la cabeza, luego gritó: Ahora olés a café capuchino, y se retiró, somatando la puerta.

Él gritó desde adentro: Que delicioso aroma a furia.

Patricio Suskinder

martes, 9 de marzo de 2010

El que castra sana

Respaldado por la Organización de las naciones unidas, el experto en seguridad se instaló en el país. El reto era enorme, pero sabía que las oportunidades para demostrar sus conocimientos eran mayores, pues tal y como lo imaginó nadie tenía conocimientos criminalísticos, ni existían laboratorios para examinar pruebas, ni cosa por el estilo; lo que encontró no se parecía en nada a lo que se mira en CSI, la famosa serie de detectives forenses.

Su función sería complicada, debido a las limitaciones de presupuesto, el poco personal asignado a su institución tenía que dedicarse a investigar solo los casos de alto impacto en la sociedad.

Nada lo amedrentó, desde que le ofrecieron el puesto tenía claro cuál era su objetivo, por eso no dudaba cuando decía que lo único que le interesaba era ayudar al gobierno y de esa forma al país.

Después de varios casos, su figura fue ganando credibilidad en la opinión pública; pero el verdadero salto a la fama lo dio cuando resolvió el caso del abogado que planificó su propia muerte.

Su más reciente aporte al gobierno lo confirmó como el héroe que es. Ante el problema que le plantearon: esa mujer sigue pidiendo los expedientes. La solución fue sencilla.

Hoy los periódicos anuncian que el funcionario extranjero descubrió un plan para asesinar a la diputada, por lo que le aconsejó abandonar el país de inmediato, que ya le tenía arreglado el asilo. Es eso o arriesgarse a que las amenazas se hagan realidad.

Agatas Cristi

lunes, 1 de marzo de 2010

Al filo del recuerdo

A la distancia, oyó el pitido del afilador de cuchillos y recordó cuando su abuela se apresuraba a sacar, de entre ollas agujereadas, sartenes despeltrados y cucharas dobladas, una gran cacerola llena de cuchillos, sin cacha, romos y sin filo.

Salía a la puerta con el cargamento de chatarra, que sonaban a campanillas de iglesia, y se encontraba con un afable viejito, quien sonreía mostrando sus últimos cuatro dientes. Se acomodaba y daba vueltas, por medio de un pedal destartalado, a una piedra afiladora.

Al ritmo de la rueca contaba la historia de cómo unos gitanos lo abandonaron y fue criado en el bosque por una familia de mapaches; el cuento era rematado por una frase inintelegible, desde niño imaginaba que provenía de un dialecto magiar. La abuela sacaba unas monedas de la bolsa de su delantal, las ponía en las manos del viejo; él agradecía haciendo una reverencia, al tiempo que levantaba las manos y la mirada hacia el cielo.

Volvió a escuchar el pitido y, emulando aquel recuerdo de su infancia, corrió a sacar, de su empaque original, cuatro cuchillos que había utilizado pocas veces; los compró en rebaja, en uno de esos hipermercados.

Se había afanado en cortar una bolsa hermética, desmenuzar un pavo importado, deshuesar un pato, filetear un pescado, rodajar un lomo de cerdo, pero todos los intentos fallaron, por lo que decidió regresarlos a su estuche, resignado a lucirlos como adornos en el trinchante, o convertirlos en escultura conceptual.

En medio de la evocación, y con los cuchillos en la mano, dudó, pues pensó que la piedra afiladora, del descendiente de gitanos, sucumbiría ante el acero inoxidable.

Abrió la puerta, se encontró con tres tipos; uno le ofreció arreglarle los zapatos; otro las goteras del techo; el tercero, que tenía el pito en la boca, le arrebató los cuchillos, sacó un afilador de batería, marca Craftsman, y de inmediato se puso a trabajarlos

Se quedó absorto ante la pericia del afilador, hasta ese momento cayó en la cuenta que ya no era necesaria aquella piedra de sus recuerdos.

La conversación entre los artesanos lo sacó de su trance. Hablaban de un tal Chiqui, a quien habían conocido en la cárcel, contaban de lo hábil que era con las navajas de acero inoxidable, decían que para comprobar el filo se las pasaba en medio de la lengua, dejando salir un hilo de sangre, que luego se daba gusto tragándolo. Cuando estaba seguro que tenían suficiente filo rebanaba la punta de la nariz a alguno de los compañeros de cuadra, sus víctimas eran conocidos como los chatos; pero su máximo placer lo obtenía cuando las navajas se quedabn sin filo, y con ellas arrancaba orejas a diestra y a siniestra. No tenía dudas, el Chiqui era un tipo interesante, como el viejo criado por mapaches; la historia lo tenía capturado.

Después de cinco minutos el afilador le devolvió los cuchillos y le dijo: Son ochenta quetzales. Se quedó como quien recibe un directo a la mandíbula, recordó que lo pagado por los cuchillos no llegaba a cuarenta quetzales.

Buscó entre las bolsas del pantalón, se sacó unos cuantos billetes, se los dio al afilador, quien luego de contarlos le dijo: esto no alcanza.

Aturdido, y con miedo, metió una pierna entre la puerta y el marco, y se deslizó hacia adentro, al tiempo que decía: No tengo más, llévese los cuchillos, quizá el Chiqui se los compre.

Victor Inox