miércoles, 25 de noviembre de 2009

Empezar de nuevo

En su ritual diario, de despertar y prepararse para ir a la oficina, lo último que hacía era ponerse el cinturón. Se lo amarró y no pudo evitar la sonrisa agridulce, al tiempo que se decía: así es, literalmente, ahora debo amarrármelo.

La mañana estaba brillante. No acostumbraba ver entrar el sol por la ventana en día hábil. Fueron tantos los años de salir por la madrugada. Eran las nueve y aún no desayunaba. Había pasado casi un mes y todavía se sentía raro.

Escuchó ruido de llaves agitándose, supo que ella regresaba del gimnasio. No quería que su presencia en la casa alterara su ritmo de vida; por lo que no le importaba que saliera temprano. Como ahora tenía tiempo, se levantaba tarde y la esperaba para desayunar. En el ínterin tomaba café, leía los periódicos; encendía el computador de última generación que tenía en el estudio, aunque no le daba mucho uso, lo actualizaba cada año.

La costumbre hacía que tratara de entrar a la página de la compañía. Cuando la fusión se concretó él se quedó sin empleo y, por supuesto, sus accesos fueron removidos. Se vio obligado a crear un correo de uso gratuito, en el que no recibía mensajes, pues toda su comunicación se concretaba a asuntos de trabajo.

Ella no lo apresuraba, y se esmeraba en atenderlo. Lo primero que hacía al regresar del gimnasio era subir el desayuno, que juntos tomaban en la terraza. Conversaban un rato. Sin darse cuenta estaban volviendo a conocerse, luego de veinte años de matrimonio.

Se dio cuenta que las cosas cambiaban cuando el Iphone le recordó que debía renovar su pasaporte, vio el mensaje de alerta y se dijo, ¿para qué?. Hasta hace poco se pasaba dos semanas al mes en algún lugar del planeta, en hoteles de cinco estrellas, ahora ni siquiera estaba seguro de querer volver a subir a un avión.

Sus sentimientos empezaban a encontrarse. Pensaba que era muy joven para jubilarse, pero también empezaba a sentirse a gusto en casa.

Sentado, en el estudio, esperando a que ella regresara, abrió la gaveta del escritorio, sacó la carpeta en la que tenía los proyectos que pondría en práctica cuando llegara el momento del retiro, vio que algunos tenían posibilidades de convertirse en buen negocio.

La esposa le decía que no se preocupara, que el dinero acumulado era suficiente, que no tenían obligaciones: no hipotecas, no tarjetas de crédito, la universidad de los hijos pre-pagada, autos de modelo reciente; las inversiones pagaban bien; en fin, la vida resuelta antes de los cincuenta años, producto de la disciplina y haber sabido aprovechar el empleo que tuvo en la transnacional. El cheque mensual era una necesidad psicológica. Ella ganaba lo suficiente para los gastos de la casa, él recibía puntualmente el rendimiento del capital invertido, pero se sentía inútil.

Pasados unos meses se dio cuenta que la ausencia de la esposa le provocaba mayor ansiedad, que deseaba que dieran las diez de la mañana, para desayunar con ella. Entonces cayó en la cuenta que se estaba enamorando de la mujer con quien vivía. Quizá era tiempo de pensar en el retiro.

Esteban Withoutjobs

miércoles, 18 de noviembre de 2009

La cama de oro

Todos éramos exagerados y alardeábamos de cosas que había en nuestras casas y no en las demás. Con el tiempo a cada uno le llegó el turno de ser descubierto.

La presencia de mi abuelo, un coronel con pinta de energúmeno, quien peleaba con los testigos de Jehová y apedreaba los techos de las iglesias evangélicas, un día hasta echó a una monja de la casa, incluso cuando reía parecía enojado; infundía miedo, pero evitaba que los cuates quisieran visitarme, por lo que mi cama de oro seguía siendo fuente de placer en las pláticas del recreo y ayudaba a que fuera el más popular.

El abuelo decidió hacer un viaje de dos semanas. A la salida de la misa del domingo Luis se acercó a mi madre y le dijo: Doña Ceci, ¿podemos llegar a jugar con Pedro?

Mi madre cargaba con la culpa de no poder darme casa propia, por eso vivíamos con los abuelos, así que no lo pensó mucho y dijo: está bien, total ahora no está mi papá.

El día pactado fue el miércoles, entonces llegarían a la casa y tendría que mostrarles la cama de oro, mi vida iba a derrumbarse.

Luis le contó a Javier, José y Paco y el lunes, a la hora del recreo, los cuatro me rodearon: vos, ¿es verdad que podemos llegar a tu casa?, ¿nos vamos a subir a la cama de oro?, preguntaron entusiasmados y pidieron que les contara, otra vez, de cómo el rey de Tombuctú le regaló una pequeña cama de oro a mi abuelo, que él me heredó por ser el menor de la familia. Era una cama de harem, con cojines de plumas y brocados.

Intenté distraerlos con las otras maravillas de la casa: Ruperto, el loro que decía palabrotas; la Nin, quien cocinaba el mejor arroz con leche del mundo; la planta de bayas de dulcificum, que cambian el sabor de las cosas (pero no era su temporada), y otras cosas fantásticas; pero nada, todos querían ver la cama de oro.

El martes me sentía en capilla ardiente: mañana temprano llegamos vos, dijo Luis, y se despidió, dándome un abrazo, los demás lo siguieron.

Llegué a la casa arrastrando los pies, estaba desanimado, no hice tareas, no miré televisión y me fui a la cama sin cenar.

A media noche me despertó un ruido, eran pasos en el primer nivel. Como pude desperté a los demás y bajamos corriendo. Todavía vimos a un grupo de hombres que cargaban con varias cosas y otros que estaban descolgando unos cuadros de la pared. Mi madre disparó al aire, por lo que salieron huyendo, dejando algunas cosas tiradas.

En la mañana llegaron los cuates, de inmediato fingí tristeza, les conté la historia y les dije que se cancelaba la visita. Me rodearon y en coro preguntaron: vos, ¿se llevaron la cama de oro?, puse cara de circunstancia y asentí, ellos pusieron cara de funeral.

El abuelo regresó por la tarde, fue llamado de emergencia; revisó toda la casa, hizo una lista de faltantes, que luego llevó a la policía. Se sorprendió cuando le dijeron que habían capturado una banda de saqueadores de casas, que tenían una bodega y que fuera a buscar sus cosas.

La noticia corrió por todo el pueblo, otras víctimas también llegaron a buscar. Se armó tremendo alboroto, todos curioseando, mis amigos estaban en primera fila.

Con algo de ayuda, el abuelo fue llevando a su vehículo las cosas robadas: tapices, cuadros, fotos, joyas, aparatos eléctricos. Luis, Javier, José y Paco movían la cabeza de lado a lado, esperando que apareciera la cama de oro.

Después de un buen rato el abuelo se dio por satisfecho, cerró la puerta trasera del camión, se subió y lo arrancó, a punto de partir estaba cuando Luis gritó: señor, señor, falta la cama de oro. Todos soltaron tremenda carcajada, pero entre el murmullo se escuchó la voz del abuelo, quien gritó: la cama de oro se la dejamos a los presos, para que duerman bien.

En ese momento pensé que era una ventaja que tuviéramos 9 años, pues los cuates no entendieron la ironía. Al rato andaban planeando como hacerse meter en la cárcel, para poder dormir en la cama de oro.

Pepito el de los cuentos

martes, 10 de noviembre de 2009

Desaparición y búsqueda de una engrapadora

Llegué a la oficina a las 07:00, como de costumbre, antes que todos. No es que sea obsesivo, pero me gusta ser el primero en entrar. Pongo el café con la mezcla que me gusta, organizo mi escritorio, enciendo la computadora, me como mis panitos, que paso comprando donde doña Juanita; leo el periódico, le saco punta a tres lápices que utilizo en el transcurso de la jornada, no me gustan los portaminas. Los demás implementos (sellos, saca-grapas, dispensador de tape, perforador, porta-clips y la engrapadora), los dejó acomodados desde el día anterior.

Los minutos previos a que lleguen los compañeros son útiles para revisar correo personal, navegar en Internet, acomodarme, ir al baño; cositas así.

A las 08:00 llegó Anabella, su fragancia es inconfundible, no digo que sea agradable, simplemente inconfundible. Para esa hora había terminado mis rituales y había impreso un reporte que tenía que entregar en el transcurso del día. Me disponía a engraparlo cuando Anabella se acercó, me dio un beso en la mejilla: hola, te traje pastelito, para tu cafecito, dijo, al tiempo que depositaba una cajita sobre mi mesa.

La presencia de Anabella fue perturbadora, su escote dejaba ver el color de la ropa interior, de encaje rojo, bajo la blusa negra. Fue perturbadora, pero no lo suficiente para ignorar que mi mano había chocado contra el vacío; la alargué, sin ver, mientras recibía el beso, de inmediato me di cuenta que la engrapadora no estaba.

Uno tras otro llegaron los demás, en un lapso de media hora, tiempo en el que estuve tratando de dilucidar qué había pasado con la engrapadora.

Después de unos minutos se acercó Adriana, quería que le prestara un sello. La miré con desconfianza, a partir de ese momento todos eran sospechosos, alguien tenía que haber tomado la engrapadora. Le hice un breve interrogatorio del que salió airosa, selló su hoja y se retiró, yo aproveché para verle el trasero, es innegable que lo tiene bueno.

El siguiente paso fue hacer una lista mental. El primero que vino a mi mente fue Luis. Usualmente él hace ese tipo de bromas, aunque sus víctimas siempre son las chicas, de esa forma logra acercarse a ellas; quizá cambió su modus operandi o sus gustos, nunca se sabe, pensé. Me levanté despacio, para no generar sospechas, agarré mi vaso y fui en dirección del dispensador de agua, de esa forma podría pasar al lado de Luis. Caminé lentamente, examiné todo su escritorio, hasta me detuve a saludarlo, pero no había señales de la engrapadora.

De regreso a mi escritorio pasé por el de Anabella, mi intención era ver su escote, en esas estaba cuando me di cuenta que en una esquina tenía dos engrapadoras. Fui directo a examinarlas, no era ninguna de las dos. De todas formas le pregunté si había tomado la mía, a lo que respondió negando con la cabeza. Lorena escuchó y me ofreció la suya, no acepté pues quería encontrarla.

Llegada la hora del almuerzo decidí aprovechar la ausencia de la mayoría para revisar más despacio. La búsqueda fue infructuosa. La engrapadora se había desvanecido.

Desconsolado me dirigí a mi lugar, luego del almuerzo las horas se van volando, pues todos empiezan a prepararse para salir a las 16:00. Se me terminaba el tiempo y los sospechosos.

A las 15:00 decidí interrogar a todos al mismo tiempo. Me levanté y grité: ya muchá, dejen de chingar, devuélvanme la engrapadora, que necesito entregar este reporte. Lorena me ofreció la suya, de nuevo, tuve que aceptarla, engrapé los documentos y se la devolví ahí mismo.

Eran las 15:50 cuando decidí que no tenía sentido seguir buscando. Puse mis cosas en su lugar, apagué la computadora. Todos empezaron a retirarse, las chicas se despidieron de beso, en un instante la oficina quedó vacía, yo todavía me detuve unos minutos para echar el último vistazo. La engrapadora no apareció.

Salí pensando en que tenía que pasar a comprar una nueva engrapadora. Me despedí del guardia, él alzó la mano y dijo: mire Manuelito, no debería poner la engrapadora arriba de su cubículo, puede caerle en la cabeza, ahí estaba anoche que llegué a apagar las luces, no la quise mover, ya sabe como se pone la gente cuando uno toca sus cosas.

Regresé a cerciorarme, en efecto, la engrapadora estaba en lo alto del cubículo. La dejé ahí, no quise perder más tiempo. Ahora me atormentaba descubrir cómo fue que llegó a tal lugar, pero ese era un misterio que resolvería mañana.

Hércules Poroto

jueves, 5 de noviembre de 2009

Aforismos pajeros

  • He decidido convertirme en apóstol de la tolerancia. Hoy, por ejemplo, amanecí pensando que los escritores posmodernos y los artistas conceptuales merecen una oportunidad; no nos decepcionen, el fútbol de este país los necesita.

  • La buena literatura y la buena comida se parecen, siempre hay algún escritor o cocinero desconocido que lo hace mejor que los famosos.

  • El orden de los factores si altera el producto, he aquí una prueba: No es lo mismo: Lobo estepario que este lobo parió.

  • Abogo porque a Vargas Llosa le den un premio Planeta, que se conforme con eso; pues a despecho de lo que muchos piensan, hay cosas que los miembros de la academia sueca tienen claro (no me hagan quedar mal).

  • No hay nada de malo en que los presidentes tengan derecho a correr por la reelección; quizá el problema sea que la gente no ha entendido que no es obligación votar por ellos.

  • La diferencia entre el jugador de fútbol y el escritor estriba en que el primero puede salvar un partido en el último minuto, pero el segundo difícilmente podrá salvar un libro en la última página.

Johan Bush Walls