Disculpe le puedo ofrecer un premio, era la frase de un hombre de lentes, vestido de casimir y levita, quien insistentemente lo ofrecía, parado en la banqueta, en una calle transitada por apresurados peatones. Corría detrás de cada uno, les tocaba el hombro, les jalaba las manos, les metía zancandilla, les lanzaba piedras, se tiraba al suelo, tratando de obstaculizar el paso, incluso llegó a hincarse ante algunos, pero fue imposible que alguien lo aceptara. Los transeúntes lo comparaban con el extraño mendigo de origen gringo (perdón norteamericano), que un buen día apareció en pleno centro de la ciudad pidiendo “one quetzal please”.
Él no pedía dinero, por eso parecía sospechoso, sobre todo por el traje de levita, de corte impecable, les daba desconfianza que alguien con esa pinta, de presentador de noche de gala, estuviera ofreciendo un premio; pensaban que podría ser una táctica publicitaria de algún refresco descafeinado, libre de azucares y dietético o bien un programa de televisión, de esos que agarran in fraganti a las personas, con cámaras escondidas, por lo que algunos de inmediato estiraban el pescuezo buscando a los camarógrafos.
La mayor atención que logró fue que le preguntaran si se trataba de algún billete de lotería o de algún premio en efectivo (cash es cash), a lo que respondía no, pero de inmediato argumentaba que era un regalo especial, para sentirse orgullosos, que lo podían poner en la sala, a la par de los diplomas de primaria, al lado de la foto de los abuelitos, en el stand de los trofeos de fútbol, bajo del escudo heráldico o sobre el televisor de plasma; en ultimo caso, en la cabecera de la cama, junto al Cristo Negro y la virgen de Guadalupe; pero nadie, absolutamente nadie, lo aceptaba.
Después de dos semanas de ofrecimiento, el autor de Hombres de Maíz, se dio cuenta que, después de haberse chupado el pisto, el premio con el que reconocieron sus noches de desvelo, las neuronas quemadas, sus sentimientos gastados, las novias perdidas y, sobre todo, que le daba importancia universal a las letras surgidas desde su imaginación, no era mas que un triste papel, lánguido, grisáceo, un poco ajado, que a la gente de a pie no les servía de nada.
Poncho Pilatus
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