domingo, 30 de diciembre de 2007

La manzana de la discordia

Tenia la justa dimensión del sentir, lo había construido a su medida, no le provocaba dolor, ni desasosiego, no le hacía esperar, ni desear y le hacía inmensamente feliz, solo con ejercer su voluntad. Lo más importante, no se necesitaba a nadie para sentir. Ni miradas, ni palabras, ni cartas, ni siquiera una imagen. Ante el desconcierto oprimía un botón, al costado del corazón y un chorro de felicidad surgía; sin recurrir, desde luego, a ninguna sustancia prohibida, a ningún estupefaciente. Era un dispositivo que funcionaba con una batería triple A y que no generaba adicción. Lo había construido después de varias terapias de choque, de agónicos desencantos, de brindar su corazón a quien no correspondía. Decidió no hacerlo más, se puso a estudiar anatomía y se dio cuenta de que el cuerpo segregaba una serie de hormonas, que provocaban estado de alegría bajo cierto estímulos. El aparatito tenía finas terminales acabadas en oro, las que colocaba en puntos sensibles de su cuerpo; bajo los ojos, en medio de la lengua, debajo del corazón, cerca del estomago y por supuesto en sus genitales. Provocaba pequeñas descargas que le hacían profundamente dichoso. Por cierto, le puso un nombre cariñoso al aparatito y lo cuidaba con gran empeño. Lo limpiaba, le daba su mantenimiento, lo colocaba en un lugar especial. Una mañana no lo encontró, se puso a buscarlo, enloquecidamente, caminaba de un lugar a otro, revolviendo todo, sin encontrarlo, su corazón se agitó, al punto de estallar. El único lugar en donde podía haberlo dejado era a la par de su cama, en la mesita de noche y no estaba. Hizo recuento de lo que había hecho el día anterior, de la reunión de amigos, alguno de ellos tenía que haber sido; los llamó, a uno por uno, hasta que alguien respondió diciendo que le felicitaba por su maravilloso invento, que debería patentarlo, que haría una fortuna. Salió inmediatamente, fue en busca de su tesoro, conteniendo la ira, tocó la puerta y violentamente arremetió contra la persona que se había llevado su precioso aparatito, le tomo del cuello, mientras gemía "es solo mío, es solo mío". Le cegaron los celos, no estaba en la disposición de compartir su felicidad.

Poncho Pilatus

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