La convención de escritores se celebraba en La Habana, como todos los años, aunque nunca como ahora habían acudido tantas estrellas del boom y del posboom latinoamericano: Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Johan Bush Walls, Gioconda Belli y Rosario Castellanos, Jaime Sabines y Juan Gelman, hasta Guillermo Cabrera Infante y Octavio Paz estaban presentes. Se había logrado que, quienes tuvieran diferencias con Fidel, las hicieran a un lado y se concentraran en lo importante: la literatura.
Allí estaba Pepe Rabanales, representando a un país tercermundista, analfabeta y en guerra. No estaba programado en ninguna ponencia a pesar de haber enviado media docena de ellas alabando a los posibles padrinos de su obra.
Los hoteles se asignaron de acuerdo a la importancia de los escritores, Pepe no estuvo conforme: el hotel que ocupaba no estaba a la altura de su obra; había gran cantidad de escritores con menos talento que él y ubicados en dormitorios con mejor vista.
Hubo gran cantidad de lecturas, comidas y tragos, Pepe logró estar cerca de su ídolo, intercambió dos palabras con él y le entregó uno de sus originales ¿o fueron dos? La felicidad le duró poco, media hora después encontró su texto en el basurero del baño, le faltaba la primera página. Esto no lo pudo soportar, salió de allí y no volvió a la convención, dos días después regresaba a su país.
Al año siguiente se publicó la novela Vivir para contarla, Pepe, entre borrachera y borrachera, le cuenta a sus amigos que ese era el título de la novela que no había logrado publicar, pero no importa, el gran Gabo lo había inmortalizado. Bueno, la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda.
Lo que no logra hacer memoria es dónde dejó el otro texto, el que perdió completo, el que hablaba de todas sus putas...
Paco Pericles
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