Mi tía compraba todos los meses la revista “La Familia”, aseguraba que lo hacía para conseguir unos cuadros de manta, de aquellos que traen tenues dibujos para bordar, con los que, según ella, completaría un hermoso mantel. Como nunca la vi bordando, estaba seguro que aquello tenía otra explicación. Solterona, como era, iba todas las tardes a misa, se persignaba y oraba día y noche. Sus faldas largas, olorosas a naftalina, y sus cuellos almidonados se distinguían a kilómetros, en un pueblo donde la mayoría de las mujeres eran indígenas y usaban sus vestimentas tradicionales.
Tenía su propia habitación, una especie de altillo en medio del patio, a donde ninguno de nosotros subía, en parte por lo empinado de la escalera y en parte porque de habernos atrevido seguramente habríamos parado en el horno que mantenía encendido todo el día.
Cuando la famosa revista dejó de publicarse ella comenzó una etapa de decadencia, que completaba con absurdos alegatos hacia nosotros y quejas acerca de quienes habían profanado su santuario.
Mi padre llevaba gente cuando ella estaba en misa, a veces entregaba paquetes, se nos había pedido a todos no hablar con la tía ni con nadie al respecto. El día que llegaron por él la tía permaneció en el altillo, no bajó para nada; los soldados saquearon cada rincón de la casa, se llevaron joyas de la familia y libros, pero no subieron. Ella bajó horas más tarde, cuando mi madre sollozaba, medio dormida, auxiliada por las vecinas, quienes después se ausentaron y no volvieron jamás. La recuerdo con su pose insolente, la Biblia en las manos, haciendo una mueca de mofa y vanagloria. La casa le quedó a ella cuando mi madre, con la ayuda de un amigo, nos sacó del pueblo y de los recuerdos.
Regresé veinte años más tarde, con miedo y sin estar seguro de que hacía lo correcto. La gente aún recordaba quien había sido mi padre, por otro lado, mi acento gringo y las ropas que ahora usaba no le hacían gracia a nadie. Necesitaba un par de días solamente, la carta decía que la tía había tenido un infarto, como era el último heredero se suponía que vaciaría la casa y volvería a Los Ángeles. Logré vender la mayoría de las cosas, pero antes de conseguir comprador para la casa decidí vaciar yo mismo el altillo. Entrar a aquel santuario podía hacer temblar a cualquiera: las paredes estaban tapizadas por los grabados de Doré, que se publicaban en la revista “La Familia”, sin el orden bíblico, narraban una historia conocida y profana, el absurdo amor platónico de la tía por mi padre, sus nombres en la ilustración de Adán y Eva, mi madre como la gran ramera, el abuelo como Moisés, haciendo pedazos la historia de amor, el ángel anunciándole que sería madre sin pecado, mi padre como uno de los filisteos que invadían la tierra prometida, mi padre como Jesús y las hordas de soldados que se lo llevaron, por último mi padre en el infierno, siendo torturado hasta la muerte. Los garabatos que narraban la historia estaban bordados en los lienzos de manta que hubieran sido parte del ajuar de la novia. Sin creerlo, me senté en la vieja cama, desde allí divisé el arcón, el baúl de esperanzas donde supuse encontraría las otras partes del ajuar de la frustrada novia. Lo abrí, mi vómito cubrió las paredes, mientras veía lo que quedaba del cuerpo de mi padre, metido entre sábanas de lino bordado, un tenue hedor a naftalina aún persistía. A la siguiente noche, en secreto, con ayuda de un viejo amigo de la familia, le di sepultura al arcón.
Nadie creería que la bondadosa y devota solterona había delatado a su cuñado y como premio el teniente le entregó el cuerpo, con el que vivió hasta su muerte.
Luis Pérez
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