lunes, 21 de abril de 2008

Pequeña realeza

Había pasado la semana en la casa, una residencia de varios dormitorios, a la orilla del lago de Atitlán. A estas alturas ya no tenía dudas del enorme error que cometió al casarse, pero estaba hecho, no había necesidad de revertirlo, ella le daba imagen de heterosexual y con eso era suficiente en esta época de intolerancia.

Las visitas al chalet llegaban diariamente, amigos criollos, insolentes, algunos rivales de su anterior marido, todos imploraban conocer al francés. No se fueron a El Salvador porque ella prefería la sociedad guatemalteca. A él lo tenían recluido, enfermo, según ella, por eso no lo dejaba volar, así que se pasaba el día sentado cerca del lago, viendo flotar las piedras volcánicas que él mismo lanzaba, de una en una, sólo para mirarlas ascender borbotando. Ya no se sentía herido, por el contrario, la vida y la necesidad de explorar se desbordaban en su cuerpo, mientras ella se las daba de condesa, paseando por la casa vistiendo batas de seda y obligándolo a vestirse decente, para apantallar a sus amigas.

El muchachito moreno que se le quedó viendo, mientras él intentaba copiar el cerro de La campana, se rió de sus habilidades para dibujar, y luego le habló en un idioma gutural, ininteligible; su risa era contagiosa y su postura despedía un aire de superioridad indescriptible. Le revisaba los dibujos, al tiempo que le daba sugerencias con palabras que no podía entender, le hacía dibujos y notas que tampoco le era posible leer, y lo que era peor, no podía evitarlo, el niño era latoso como pocos, pero tierno a la vez.

A pesar de las diferencias en el lenguaje, luego de un par de días de verse, se las arreglaron para comunicarse. Entonces el chico, con su escaso español, le decía Don Antonio y él no sabía como llamarle. El segundo día el muchachito andaba con un corderito lanudo, así se enteró que en esas comunidades algunas personas se dedicaban al pastoreo; el chico lo invitó a subir la empinada cuesta y descubrir que en ese espacio, que parecía ínfimo, en donde pastoreaba ovejas, no muy lejos, caía hielo en la madrugada, lo que convertía el lugar en un paisaje casi alpino y decididamente familiar. Le daba la impresión que ese niño era extra-terrestre, caminaba mucho más que los pastores alpinos que recordaba; además pensaba que este pequeño país parecía siempre estar atorado de cosas, hielo y calor, montañas y volcanes, todo en un espacio tan reducido.

A la semana siguiente saldrían de ahí, pero el jovencito llegó únicamente un día más, luego desapareció. Entonces se dio cuenta de que no sabía su nombre, a pesar de eso unas pocas preguntas a la gente del servicio bastaron para averiguar en dónde vivía.

La casita quedaba bastante lejos, su deterioro era indescriptible, pensó que Consuelo lo regañaría al saber que había ido con la sirvienta a visitar a un niño menesteroso; el interior era de un solo ambiente, tenía pocos muebles y un fuego encendido en el centro. Cuando llegó, un curandero acababa de untar al niño con hierbas aromáticas, cuyo olor aún se sentía en la estancia. Los adultos lo dejaron ingresar y pudo verlo acostado en una precaria cama, su sonrisa lo dejó mudo, de inmediato percibió la gravedad de la situación y lo confirmó al verle la pierna hinchada y morada, apretada con una cinta. La sirvienta le tradujo las palabras de felicidad que el niño expresó al verlo, le contó que lo había mordido una serpiente, pero la familia se negaba a llevarlo al hospital; ni sus ruegos, ni sus ofrecimientos hicieron que cambiaran de opinión, la sonrisa del niño dio paso rápidamente a una mueca extraña y luego a una convulsión, un par de horas después expiraba plácidamente, siempre con una sonrisa en el rostro.

Cuando ofreció dinero para ayudar, un escupitajo en el rostro lo regresó a la realidad. Resignado volvió al chalet, en donde Consuelo lo esperaba para una de esas absurdas fiestas de cóctel, que eran pretexto para lucir los diez vestidos que había traído de Francia; apenas saludó y se dirigió a su habitación, salió al balcón, vio hacia el cielo y distinguió claramente las estrellas, hasta le pareció que una brillaba un poco más, quizá señalando el lugar hacia donde el pequeño príncipe había volado.

Jorge Arenas

6 comentarios:

Anónimo dijo...

m.e

Pablo Robledo dijo...

Lindo cuento, me identifique mucho, Atitlan para mi es mi casa.

Gracias por tu comentario, disculpa si no conteste antes, habia dejado descuidado el blog por andar de viaje.
Gracias por la visita.

Johan Bush Walls dijo...

Anónimo: bv

Pablo: En realidad uno no hace comentarios esperando que los devuelvan, pero si la lectura de este blog te agrada, pues las pajas están servidas.

Anónimo dijo...

Hola, Johan: Tenía pendiente leer algún cuentito pajero, y habiendo visto su recomendación en un comentario para llegar a éste, no pude menos que clickear y cumplir mi cometido, que venía postergando.
El cuento me pareció triste, claro, pero no sólo por el argumento, si no por la descripción de los lugares donde transcurre. Se me hace que el lago en cuestión no debe ser hermoso, si no uno de esos lugares que invitan a la introspección y la muda contemplación de la naturaleza.
Deberé buscar fotos con Google para verlo con mis propios ojos, ya que viajar para allá... O quizás mejor mantenga la magia que de la lectura brota como en un sueño.
Abrazo, Don Johan. Voy a leer los cuentos más seguido (aunque mi blog de cabecera usté ya sabe cuál es!!!!)

Johan Bush Walls dijo...

Hola Lauri, que bueno que leyó este cuento. Fíjese que el lago es precioso, no hay duda de eso, pero también es un lugar que invita a la introspección, como usté dice.

Busque las fotos en google, verá que es un lugar hermoso.

Ojalá lea los cuentos más seguido.

Y gracias por leer el otro blog. Por ahí estaré publicando algo en los próximos días.

Salú pue.

Elo dijo...

¿Por qué leo esto apenas ahora? Wow! Me ha encantado. Mucho, demasiado. Más ahora que me volvió la fiebre por El Principito. Gracias por compartirlo conmigo ;)