jueves, 5 de agosto de 2010

Los niños de Caracas —10—

El retorno hacia Antigua fue raro. La lluvia estuvo presente en todo el camino, a veces caía en forma torrencial, como cuando alguien llena un tinaco y luego le da vuelta para dejar caer el agua de un golpe; y en algunos tramos solo se sentía una leve brisa.

El conductor del taxi era extraño, apenas dijo un par de palabras durante el recorrido, y cada tanto tiempo fijaba su mirada en el espejo retrovisor, en actitud de vigilancia, nos miraba y miraba el camino, con los ojos bien abiertos; en determinado momento nuestras miradas se cruzaron y fue algo estremecedor.

Cuando estábamos por llegar a la bajada de Las Cañas, esa pendiente interminable que desemboca en la entrada de Antigua, advertí que una motocicleta nos seguía; caí en la cuenta que había estado detrás desde que salimos de la zona 2; se acercaba, subía las luces, se ponía a un lado, se retrasaba, se cambiaba de lado, miraba hacia adentro del taxi, como intimidando; al finalizar la bajada nuestro taxi entró a Antigua y el motorista siguió.

El taxista se detuvo en la entrada de Casa Santo Domingo, cuando quise pagarle volteó y dijo unas palabras, que resonaron dentro del vehículo:

—Tipo Largo, deje de entrometerse, no nos obligue a tomar medidas drásticas.

Watson, mi Watson, se había dormido en todo el camino y la voz del taxista hizo que se despertara sobresaltada, temblando. Por instinto se pegó a mí, la abracé, como se abraza a alguien a quien se quiere defender. El conductor no dijo más, ni siquiera recibió el dinero por el servicio, nos dejó bajar y se fue.

Entramos al hotel, fuimos directamente al restaurante, para conseguirle un té de tilo a mi Watson, porque estaba temblando de la impresión. Nos sentamos, ella se fue calmando, poco a poco. Ya más tranquilo, evoqué la imagen del taxista, tratando de identificarlo, aunque solo recordé que se dio vuelta y extendió el brazo entre los dos asientos delanteros, entonces visualice un tatuaje que tenía a lo largo de todo el antebrazo, las imágenes eran borrosas, pero pude recordar que decía Mara Salvaranas.

Mientras esperábamos el té, notamos que un gringo nos observaba; no era el clásico mochilero, él vestía de forma elegante, su actitud era de estar a la defensiva, mirando hacia todos lados, pero principalmente hacia la puerta y a nosotros.

Como no soy de los que se aguantan los acosos, decidí enfrentarlo, y le grité:

—Hey mister, come, sit down with us.

El gringo no se sorprendió, se levantó de su mesa, se acercó, jaló una silla, se sentó y dijo:

—Tipo largo, supongo.

Watson, mi Watson, y yo nos miramos, sin decir palabra; el gringo se me hacía familiar, pero no pude reconocerlo de inmediato.

Continuará

Danilo Brownie

2 comentarios:

Verónica Calvo dijo...

A este paso también yo tendré que tomar un té de tilo. Esta historia está interesante y como en las películas de la tele, en lo mejor, intermedio.
Me gustó mucho la descripción de la lluvia, totalmente visual.

Un abrazo

Johan Bush Walls dijo...

Ananda: Tómese su té de tilo. No desespere, ya casi termina esto.

Ahí le va otro capítulo.

Salú pue.