miércoles, 28 de julio de 2010

Los niños de Caracas —9—

De la salita nos movimos hacia una habitación que estaba al fondo, al entrar todo se convirtió en un escenario de ciencia ficción. Al ver la casa, el jardín y la salita, era imposible imaginar lo que ahora estábamos viendo; en aquel cuarto tenían montado un inmenso laboratorio, lleno de toda clase de artilugios raros. La pieza que hacía falta en el rompecabezas del misterio en el que estaba envuelto aparecía ante mis ojos.

Watson, mi Watson, hurgó en su bolsa de mano y sacó una cajita; la abrió, con mucho cuidado, como abriendo el cofre de un tesoro, y mostró el contenido al doctor; él tomó la caja y extrajo, con unas pinzas transparentes, un puñado de pelos de gato, los puso debajo de un aparato raro, que resultó ser un microscopio, pero no se agachó a ver por un lente, no había necesidad, la imagen se proyectó, en tercera dimensión, sobre una pantalla LED que colgaba de la pared; fue algo impresionante.

Señorita, siento mucho lo de su mascota, por lo que veo era de una raza muy especial; pero no se preocupe, vino al lugar correcto. Debo confirmarlo, pero la imagen muestra que los pelos tienen la cantidad suficiente de ADN para traer de vuelta a su gato.

Mientras el médico seguía con sus observaciones, fingí no poner atención y me asomé por una ventana que estaba en la pared opuesta a la pantalla. Desde ahí se alcanzaba a ver el jardín. Afuera jugaban tres niños, idénticos, parecían trillizos.

Luego de una pequeña negociación, acordamos el precio, unos cuantos miles de dólares en efectivo; en ese tipo de negocios no se aceptan cheques, ni tarjetas de crédito, ni pensar en pedir fiado.

Mire niña, por este precio se podría comprar hasta mil gatos, pero ninguno sería como el que tenía. —Dijo el doctor, como queriendo justificar el elevado precio de sus servicios.

Quedamos en que regresaríamos en unos días, para recoger a la nueva mascota; cruzamos un par de palabras más y nos despedimos.

Antes de buscar un taxi que nos llevara de regreso a Antigua, decidimos echarle otro vistazo al agujero. A estas alturas ya no había espacio para sorpresas, pero ambos nos miramos cuando comprobamos que el tamaño del cráter, abierto en plena calle, era más grande de lo que apreciamos la primera vez, y confirmamos la perfección de su circunferencia, al tiempo que notamos una mancha café en todo el borde, como una especie de quemadura. Los curiosos decían que aquello era producto del colapso de las tuberías que conducen el agua, pero yo tenía mi propia teoría.

La única duda que me quedaba era si habían fallado a propósito, como haciendo una advertencia, o bien el agujero tenía que haberse tragado la casa que estaba a cincuenta metros.

Continuará

Danilo Brownie

jueves, 22 de julio de 2010

Los niños de Caracas —8—

La clínica estaba ubicada a unos cincuenta metros del agujero. Había algo curioso, las paredes de todas las casas de la cuadra tenían pintas que decían: Mara Salva Ranas; la piel se me erizo y Watson, mi Watson, se puso a temblar. Me detuve, me puse frente a ella, la miré a los ojos y le di un fuerte abrazo; sin pronunciar palabra alguna traté de decirle que yo la protegería de cualquier cosa.

Por fin encontramos la casa, al frente tenía un portón negro, metálico; hicimos sonar una aldaba de esas que tienen forma de mano, era pequeña, pero el golpeteo retumbó producto del eco; escuchamos unos pasos y unos instantes después la cara de una viejecita se asomó por una ventanilla, se nos quedó viendo de pies a cabeza, cuando estuvo segura, ¿de no sé qué?, nos dejó entrar.

Atravesamos un muy bien cuidado jardín, en el que se podían ver restos de la arena volcánica caída en los días previos, en el centro había una fuente, me sorprendí cuando me di cuenta que se trataba de una enorme rana de piedra, automáticamente hice la relación con la mara Salva Ranas.

La clínica era pequeña, con sala de espera igual que todas; es decir, sillones raídos, revistas viejas que reposaban sobre una mesita de vidrio, poca decoración, posters de anuncios de medicina; el ambiente era silencioso, no había nadie más en la salita. La anciana nos invitó a sentarnos, luego se fue hacia adentro; mientras caminaba dijo: Pónganse cómodos, el doctor los atenderá en unos minutos.

Pasaron diez minutos, empezamos a sentirnos inquietos, pues nadie apareció, me levanté para ver si podía husmear por ahí, justo estaba asomando la cabeza dentro de un cuarto, cuando apareció de nuevo la anciana, traía una bandeja con café y pastelitos, que nos ofreció con mucha cortesía. Puso todo en la mesita de vidrio y se sentó frente a nosotros. Quise conversar con ella, lo primero que se me ocurrió fue preguntarle su edad, a lo que respondió: Tengo catorce años. Watson, mi Watson, volteó a verme, ambos quedamos sorprendidos, porque al menos se le podían calcular unos setenta años a la señora.

Terminado el café y los pastelitos, la anciana levantó la bandeja y volvió a dejarnos solos. Un minuto después el médico se asomó por el pasillo. Era un tipo común y corriente, como de unos cincuenta años, con mucho pelo y sin una cana, nada que pudiera delatarlo como alguien especial; venía acompañado de un niño de al menos diez años, de inmediato me hizo recordar al niño que semanas antes había visto al lado de Chávez, fue sorprendente, pero logré quedarme callado.

El médico le dijo unas palabras al niño, quien salió corriendo en dirección al jardín. El médico entró a la salita, se sentó en diagonal a nosotros y con voz chillona dijo: ¿En qué les puedo servir?

Continuará

Danilo Brownie

viernes, 16 de julio de 2010

Los niños de Caracas —7—

La distancia entre Antigua y la ciudad capital no era larga, pero se hizo interminable, porque habían derrumbes y deslizamientos de tierra, provocados por la lluvia, en varios tramos de la carretera. Era domingo y todavía seguía lloviendo, ya no caía arena volcánica, pero las calles estaban cubiertas de un manto negro. En la ciudad capital el tráfico era poco y circulaba despacio, el aeropuerto permanecía cerrado, el cielo estaba lleno de nubes, no se veían posibilidades de que el sol fuera a alumbrar.

Cuando estábamos cerca de la clínica, ya circulando por la zona 2, el médico nos llamó, estaba un poco agitado y hablaba en voz baja, como tratando de no ser escuchado. Hubo un incidente, dijo, en tono enigmático. Nos indicó que no era posible llegar en carro hasta donde él estaba, tendríamos que dejarlo estacionado como a dos cuadras de distancia y luego caminar.

Finalmente llegamos, el lugar estaba lleno de gente, curiosos que se aglomeraban para ver lo que a simple vista parecía un vacío abierto en medio de la calle; nos acercamos y, efectivamente, lo que todos miraban era un enorme agujero, de circunferencia casi perfecta, su profundidad era tal que al abrirse se tragó toda una casa de tres niveles.

Increíble, primero hace erupción un volcán, luego una tormenta tropical y ahora este agujero, dijo Watson, mi Watson.

Guardé mis conjeturas, pensé que ninguno de aquellos eventos era aislado, empezaba a confirmar que mis sospechas tenían fundamento, lo de los cabellos de Bolívar se estaba convirtiendo en una conspiración, quizá de alcances globales.

Continuará

Danilo Brownie

miércoles, 7 de julio de 2010

Los niños de Caracas —6—

Los siguientes días fueron intrascendentes, los pasé entre caminatas y tomando café en los alrededores del parque. El tema de los cabellos y la mara Salva Ranas ocupaba todos mis pensamientos, y también la evocación de los momentos que pasé con Watson, la mujer que me habló con franqueza y me hizo pasar dos noches inolvidables.

Ya era jueves y la investigación no avanzaba, mientras caminaba de regreso al hotel, como a las siete de la noche, pensaba en regresar a Caracas, para indagar por aquel lado; en esas estaba cuando sentí que la lluvia me golpeó en la mejilla. Después de varios aguijonazos noté que la lluvia era gruesa y caliente. Extendí la mano, por unos segundos, y pude ver que, poco a poco, se ponía negra, al rato me di cuenta que no era agua lo que caía del cielo, era arena negra.

Apresuré el paso, tratando de conservar la calma, en la calle se había hecho el caos. Llegué al hotel, en el lobby un grupo de personas se arremolinaba frente a un televisor que informaba acerca de la erupción de un volcán, además de lava, estaba lanzando arena volcánica hasta una distancia de más de sesenta kilómetros. Recordé que la ciudad de Antigua está rodeada de volcanes y temí que todos hicieran erupción en cadena, puse atención al televisor, pronto comprendí que, si bien el volcán estaba cerca, no era ninguno de los que se veían por la ventana.

En pocos minutos, según informaban en el noticiero, la arena alcanzó la ciudad capital, situación que obligó al gobierno a cerrar el aeropuerto internacional; no hay escapatoria, lo que sea que vaya a pasar tendré que pasarlo aquí, me dije.

Algunos de los turistas lanzaron maldiciones, cuando escucharon el anuncio del cierre del aeropuerto dijeron al unísono: Fucking country, y de inmediato se organizaron para irse por tierra a El Salvador, de esa forma se pondrían a salvo, en El Salvador; curioso pensé.

No había terminado la lluvia de arena, cuando empezó a llover agua; arena y agua me sonó a playa, pero el paisaje que se estaba formando afuera no se parecía en nada a una playa.

Me fui a la habitación, después de varias horas logré conciliar el sueño. Cuando desperté el dinosaurio todavía estaba ahí, no, ese es otro rollo; el caso es que ya no caía arena, pero la lluvia de agua seguía incrementando su fuerza. En la televisión mostraban imágenes de la ciudad capital, que parecía zona de desastre, aunque ya se miraban algunas cuadrillas que trataban de limpiar. Quise ir a la capital, pero ningún taxista se arriesgó a llevarme, dijeron que no podían manejar en esas condiciones, que las carreteras estaban peligrosas; fue otro día perdido.

La mañana del sábado las cosas mejoraron, apareció Watson, mi Watson. Es algo que no suele sucederme, pero extrañaba a aquella chica. Llamó para decirme que estaba en el lobby del hotel, que había conseguido una cita con el médico que clonaba mascotas, dijo que teníamos que ir a la ciudad capital, que su clínica quedaba en la zona 2, que había que ir el domingo, ella pensaba que por ahí encontraríamos alguna pista para dar con quienes estaban detrás del robo de los cabellos de Bolívar.

Me pareció que viajar el domingo era buena idea, de esa forma podríamos pasar todo el sábado en la habitación del hotel. En unas horas nos dimos cuenta que permanecer encerrados era lo mejor; la lluvia arreció y no paró en todo el día, ya para la tarde las noticias anunciaban inundaciones y deslaves, todo el país estaba hecho un desastre, el gobierno había declarado estado de calamidad pública; empezaron a contar muertos, damnificados y desaparecidos.

En la habitación todo estaba a pedir de boca: comida, bebidas, el cuerpo desnudo de mi Watson. Afuera, primero fue la arena, luego la lluvia, entre ambas se confabularon para llevar al país a la crisis. Prestábamos atención a las noticias, era sexo, pausa y noticias.

En una de esas pausas, puse atención a lo que decía el presentador; salté de la cama cuando mencionó que había un derrumbe en la ciudad, que un agujero se tragó una casa, y todo sucedió en la zona 2. Algo me dijo que las pistas conseguidas por Watson eran correctas, que nos estábamos acercando al objetivo.

Continuará

Danilo Brownie

jueves, 1 de julio de 2010

Los niños de Caracas —5—

Llegue a Guatemala un viernes. Conocedor de las costumbres de sus habitantes decidí no perder tiempo buscando información, era fin de semana y la burocracia considera sagrados esos días, por lo que decidí ir directamente a la Antigua, pasaría la noche en Casa Santo Domingo.

Por la mañana, después del delicioso desayuno de frijoles volteados, huevos, queso, crema y tortillas recién salidas del comal, acompañando el café con esos panitos redondos, aplanados y tostados, a los que llaman Champurradas, salí a caminar y llegué hasta el parque.

Mientras observaba la obscena, pero hermosa caída de agua en la fuente del parque, con sus sirenas tocándose los pechos, una mujer se me acercó y preguntó: ¿Acaso no es usted Roberto Don Largo? Le dije que la traducción correcta de mi apellido, y la que yo prefería, era Tipo Largo, porque lo de Don me sonaba a gangster del Chicago de los 50. La mujer siguió hablando, casi gritando: Quiero que sepa que no me gustan sus libros. Me extrañó su franqueza, los guatemaltecos son muy dados a ocultar lo que piensan, podría decir que son hipócritas, si, ese es el término adecuado para definirlos, aunque no quiero generalizar; el caso es que tal franqueza me anunció que la mujer era especial.

—Cuénteme, ¿por qué no le gustan mis libros? —Esa fue la apertura a un diálogo que se extendió hasta el almuerzo, un rico plato de Pepián, y luego un café en La Condesa. La conversación fue de lo más agradable, al grado que consideré afortunado aquel encuentro, necesitaba un Watson, alguien con quien pudiera intercambiar opiniones y ella parecía ideal.

—Mire Roberto, para mí que los Salva Ranas no son tan importantes, el verdadero misterio es lo que se puede lograr con esos cabellos.

Dicho esto me pasó un panfleto en el que se leía: ¿Extraña a su mascota? A continuación describía el proceso de clonación de animales, que se llevaba a cabo precisamente en Guatemala; curioso, justo como en la película del Schwarzenegger, pensé. De inmediato vino a mi mente la imagen de los niños que ofrecen artesanías en el parque, y del país lleno de pobreza, ¿era posible que existiera esa compleja tecnología en este lugar de niños hambrientos?

Mi nueva amiga y yo pasamos la noche en el hotel. Poco a poco me fui encontrando con otros panfletos que ofrecían cirugías mayores, tratamientos dentales, cirugías plásticas, y una gran oferta de servicios médicos y cosméticos, a precios menores que en los Estados Unidos; la publicidad se encontraba en la mesita de noche, en la recepción del hotel, en el restaurante en el que tomamos el desayuno del día siguiente, en los locales comerciales a los que entramos durante el paseo de la mañana.

Durante la caminata, justo después de separarme de Watson, ella tenía que salir en un tour hacia la playa, empezó a llover. Para mí, caminar bajo el agua que cae es uno de los mayores placeres de la vida. Vestido con una gabardina y sombrero me sentí como un solitario y moderno Sherlock Holmes.

Finalmente decidí refugiarme del aguacero, entré a uno de los tantos cafés que hay en Antigua, me senté, comí algo, descansé, y sobre todo esperé, con mucha paciencia; en el ambiente había algo raro, intuía que algo iba a suceder, pero en realidad no tenía idea del desastre que estaba por llegar.

Continuará

Danilo Brownie