lunes, 22 de diciembre de 2008

Patines rosa

Mi abuelo era lo que se dice un viejo de verdad; entrado en años, pero además así le decían mis tíos; quienes no podían entender que a nosotros nos llevara al zoológico, a los juegos electrónicos, nos comprara chucherías y otras atenciones, pues a ellos, durante su niñez, no les había dado ni un caramelo.

Tenía doce años y la palabra enamorarse daba vueltas por primera vez en mi cabeza; por eso pensaba que esas vacaciones serían perfectas: mi madre prometió comprarme los patines rosa para mi cumpleaños y con la vecina, Alejandra, planificamos la forma perfecta de conquistar a Edgar, un chavo de nombre feo pero guapísimo, quien vivía al final de la cuadra, sus papás estaban peleando y decidieron no viajar este año, entonces tendría tres meses para lograr mi objetivo.

Las calles de la colonia estaban recién arregladas, así que podríamos patinar en el pavimento lisito, yo nunca lo había hecho, pero con patines nuevos sería fácil.

Durante todo septiembre Edgar había lucido sus habilidades en patines y patineta, junto con otros chicos de la cuadra; nosotras, en bicicleta, pasábamos cerca de ellos o los veíamos de lejos; estaba segura de poder atraerlo con los patines, que él me ayudaría a aprender, me tomaría por la cintura, yo simularía caer y me tomaría en sus brazos.

La escuela terminó y dos días después mis padres nos dieron la noticia: nos vamos a separar.

Aquello implicaba que mi madre se mudaría a la casa de mi abuelo, ell tenía el pretexto perfecto, pues quedaba más cerca de su trabajo; además no quería ni voltear a ver a mi padre. La situación me hacía llorar, no tanto por verlos separados, pues los gritos y peleas ya eran insoportables, por eso que se divorciaran era lo mejor; lo duro era dejar la cuadra, no vería más a Alejandra, mi fantasía con Edgar se volvía irrealizable, y tendría que vivir en ese barrio viejo, quien sabe cuanto tiempo. Me encerré a llorar.

Mi madre llegó a decirme que lo sentía mucho, a repetía que mi hermano y yo no teníamos la culpa, pedía que entendiera, mil razones más dio antes de mencionar que no podría comprarme los patines que me había ofrecido, tal vez para navidad.

Cuando nos fuimos de la colonia, la madre de Alejandra me dijo que podía llegar a dormir cuando quisiera, que su casa era mi casa. Ella lo hacía por cortesía, pero lo agradecí; yo sabía que no iba a volver al barrio.

Como no había nada que hacer en casa del abuelo, entonces me portaba mal. Salir a jugar era ver a esas niñas y niños tontos pegarle a la pelota. Aunque habían chicos interesantes, el barrio era bajo, eso era seguro.

Cinco días después me peleé con una niña de la cuadra, mi cara reflejaba las consecuencias. Mientras la abuela me revisaba la nariz, el abuelo llegó con una cajita y dijo: probátelos, eran de tu mamá.

En la caja resplandecían unos patines de metal, de esos que se ajustaban al zapato con unas correas de cuero, las ruedas, también de metal, hacían un ruido horrible; me puse roja solo de pensar como se verían, sentí vergüenza; pero la sonrisa del abuelo hacía suponer que él esperaba mi felicidad. Se los puse a los chapulines, inesperadamente quedaron perfectos; cuando intenté ponerme de pie me fui al suelo, los cojinetes estaban recién aceitados y se deslizaban con rapidez.

Pasada la vergüenza, me dispuse a utilizarlos, trataba repetidamente de avanzar por la acera, los patines funcionaban, pero yo no, así que cada tanto estaba sentada en el suelo. En una de esas, sentí la mano de alguien, me ofreció apoyo, mientras decía: si querés te ayudo a aprender, cuando subí la mirada encontré unos ojos azules y una sonrisa divertida. El chico, casi pelirrojo, poseedor de una mirada intensa, me ayudó a dar vueltas, me indicaba como apoyarme; así pasamos un buen rato, cuando ya casi oscurecía, nos sentamos en la banqueta y le escuché decir: puchis, esos patines son clásicos, están bien chileros, ya vas a ver que cuando uses los modernos te van a parecer de chiste. A partir de ese momento el barrio cambió de color, me pasaba la mañana pensando que por la tarde compartiría el tiempo con el chico guapo, amable, cariñoso y extraño.

Habían pasado dos semanas cuando, al fin, le pregunté su nombre: Andrés y no vivo por aquí, respondió. Me contó que su padre, médico él, tenía una clínica en el barrio, que estaba viniendo por las tardes, que sus padres se estaban divorciando, y como no querían dejarlos solos (a Andrés y su hermano), entonces uno estaba con el papá y el otro con la mamá.

Andrés tenía poco menos de catorce años, en su compañía las semanas pasaron rápido, quemamos el diablo, fuimos a comprar buñuelos, por el día de Guadalupe, y cuando iban a dar inicio las posadas dijo: ya no vengo más, me voy con mi madre. Sentí que el mundo se caía de nuevo, perdía otro amigo. Esa última tarde nos sentamos en la acera, el frío calaba, su padre saldría pronto, a las siete, como siempre, al mismo tiempo que la abuela llamaba a cenar. Puso su bufanda en mi cuello, me tomó de la mano, luego sus labios se posaron en los míos, un calorcito suave me llenó, era mi primer beso, mi primera decepción.

El veinticuatro de diciembre, en casa, comimos un tamal amargo, lleno del llanto de mi madre, bromas pesadas de mis tíos y reclamos idiotas. Bajo el árbol habían dos regalos para mí y dos para mi hermano. Uno contenía mis primeros brasieres, comprados por mi madre y mis tías, también venían algunas moñas para el pelo. En el otro el abuelo había envuelto unos patines rosa, preciosos, las llantas blancas y cintas nuevas, los acompañaba una nota: gracias por usar la chatarra y disfrutarla, estos son para que puedas presumir. Lloré de nuevo, porque ya no había a quien presumirlos.

En enero cambié de colegio, el antiguo era de corte religioso y mi madre no quería dar explicaciones, así que nos inscribió en otro.

El primer día, como pollito comprado, me dispuse a entrar a un salón donde se oían risas, parada en la puerta lo recorrí con la mirada, tenía la esperanza de encontrar a alguien conocido; una cabellera roja y alborotada sobresalía. Andrés tomó mi mano, me llevó a un escritorio, a la par del suyo. El año iniciaba de lo mejor.

Lolita dos patines

Para la Prosódica

5 comentarios:

el Kontra dijo...

Me alegro por Lolita, algo dulce dentro de tanta amargura.

Salud maestro.

PROSÓDICA dijo...

:)


Usted sí es de los santas modernos deplano don Johan, por que a pesar de mis travesuras me trajo regalo y de la lista!!. Já, e igual de bueno es de rey mago o ratón de dientes?... me cuenta para estar pilas también jajaja.

aaaaawwwww de pronto te echas unas tus historias tan dulces vos Johan, que me cuesta creer que sos el mismo.

Me gustó mucho, mucho, mucho, qué detallazo gracias mil, sin duda está entre los primeros 5 mejores regalos de esta navidad, no lo olvido.

abraztottottote Johan.

P.D. por qué será que bien a menudo leerte me causa la sensación de que me conoces más de la cuenta?

Esteban Dublín dijo...

Feliz Navidad, Johan, un placer haber encontrado los cuentos pajeros este año. Un abrazo de año nuevo.

Johan Bush Walls dijo...

Kontra: La vida de los patojos suele ser así, que bueno que a Lolita le haya pasado algo para bien.

Prosódica: Soy el mismo, ayer hoy y por todos los siglos, más pajero quizá, pero el mismo. A veces me pongo regalón. Me alegra que te haya gustado.

Creo que uno se refleja en ciertos relatos, quizá en otra vida nos hayamos conocido, aunque eso no exista.

Esteban: Digo lo mismo acerca de los cuentos de Esteban Dublín, fue buen hallazgo. Felicidades, pasala bien.

Salú pue.

PROSÓDICA dijo...

Sigo leyendo y me encanta!!, gracias