martes, 19 de junio de 2012

Morir a los veintisiete


Sesenta y nueve años de edad no son muchos, sucede que a veces la demencia senil empieza temprano.

Nació en el siglo XX, pero se le ha olvidado. De la década de los sesentas nada tiene en la memoria y de los setentas apenas conserva algunos recuerdos, específicamente de 1970, aquel año en el que se internó en la selva y viajó por carretera con su compañero; luego le queda la sensación de un fogonazo, de la sustancia que suspendió sus latidos y del calor que derritió su cuerpo. Después solo quedó su voz.

El acetato vuelve a sonar, lo pide a toda hora. Ella escucha, sin enterarse quién lo pone en la tornamesa. Tararea la canción, de letra en inglés, y mira el despintado poster que cuelga en la pared. Yo la conocí, balbucea.

Hay días en los que la lucidez le alcanza para recordar que estuvo enamorada, que tuvo dos hijos, que alguna vez viajó hasta San Francisco para escucharla cantar, que brincaba en los conciertos, que siempre la acompañó el tipo a quien llamaba el hombre de su vida.

Veintisiete años son pocos para morir, lo son menos para seguir viviendo y perder lo que se ama. El accidente la dejó sola, sin hijos y sin pareja. Desde entonces se dedicó a viajar, dejando en cada lugar un poco de su memoria, hasta que ya no pudo más y tuvo que quedarse estática.

En el asilo la cuidan y le dicen Janis. Ella no recuerda su nombre, no pocas veces confunde su historia con la de la chica que sostiene el micrófono en el poster. Las pistas de Pearl vuelven a sonar. Ya no puedo cantar, balbucea.

Juanita Jopli