martes, 18 de mayo de 2010

El buscador de musas

Rayaba las páginas de un grueso cuaderno. Cada tanto regresaba a leer lo escrito y se daba cuenta que todas las líneas iniciaban con la frase: De repente, dos palabras sencillas que repetía en las primeras cincuenta hojas de un cuaderno de doscientas.

Se me ha terminado la inspiración, pensó, al tiempo que se acordó de: El resplandor, la película de Stanley Kubrick, en la que sale Jack Nicholson, uno de sus mejores trabajos, en el que representa a un escritor que viaja con su familia a cuidar un hotel que permanece cerrado durante el invierno; en esos meses debe terminar una novela. El personaje escribe páginas y más páginas que inicia con la misma frase, producto de las alucinaciones que le provocan la soledad y los fantasmas del hotel, a la larga se vuelve loco y asesino.

A diferencia de Nicholson, él no mataría ni a una mosca, no tenía familia, no creía en fantasmas, un poco loco si estaba, pero ni en sueños iría a un hotel vacío. Todo el día tenía que estar metido en una oficina contable, en donde robaba tiempo para tratar de escribir como Pessoa, todo para justificar su desorden de personalidad múltiple.

Hubo un tiempo en el que quiso ser como Bukowski, se abandonó al alcohol, para encontrar una línea narrativa mordaz. Terminó en bancarrota y fue a parar a un sanatorio de enfermos alcohólicos; sus amigos tuvieron que hacer una colecta para pagar la cuenta del hospital; además, todo lo que escribió durante esos meses lo perdió la noche que se desnudó frente a una iglesia evangélica; el pastor salió a reprenderlo en el nombre de Dios y le predicó durante dos horas hasta que logró que aceptara a Cristo; esa temporada solo pudo escribir sermones.

Cansado de la palabra de Dios, intentó hacer lo de Truman Capote. Decidió seguir a un tal Rafa, conocido por ser el extorsionador del barrio. Su idea era adentrarse en la sicología profunda y las contradicciones del maleante. Al segundo día de estarlo siguiendo el Rafa lo encaró y le preguntó si era hueco o policía; él respondió que era escritor y que solo quería escribir una novela sobre su vida. El Rafa le dio un par de palmaditas en la espalda y le aconsejo que se buscara otro, que por andar con malas juntas, aunque fuera para escribir, podría salir lastimado.

Le dio la vuelta al cuaderno, y lo empezó a ojear por la parte de atrás. A diferencia de la de adelante, estaba llena de diagrámas, flechas, dibujos, recetas de cocina, fechas, números de teléfono, unos con nombre, otros no. Recordó que ese fue otro experimento, llamar por teléfono, al azar, en busca de experiencias eróticas para escribir. Se hacia pasar por un amante italiano; apenas sabía una frase que repetía en cada llamada: Bella donna della buonanotte, a la que nadie respondía, hasta la noche que una sensual mujer devolvió el saludo y le habló en italiano, sin parar, durante dos horas; despúes del largo monólogo colgó. Se quedó en silencio, sabiendo que había perdido la historia de su vida.

Giró de nuevo el cuaderno, buscó la próxima hoja en blanco, tomó el lapicero y escribió: De repente se fueron los días y con ellos las palabras.

Se entusiasmó, tenía una nueva idea, aquella frase la escribiría en las paredes de los baños públicos, en las cantinas, en los moteles, en baños de universidades; se fijaría en las que otros hubieran escrito y haría una antología de frases de baño.

Satisfecho, se levantó a servirse un café y a buscar algo que leer, antes de iniciar su proyecto. Buscó en la librera, ahí estaba un pequeño libro de nombre: Antología del retrete.

Musiel Posmo

lunes, 3 de mayo de 2010

¿Por qué se pelan cables?

—Ese señor está pelando cables papá.

Mi hijo quiso que yo fuera testigo de lo que dijo, pero el semáforo dio verde y no pude voltear; supuse que habían algunos técnicos de la empresa eléctrica, o de la compañía de teléfonos, revisando los cables, y que a eso se refería con lo de pelar cables; el niño no volvió a preguntar y seguimos avanzando en el tráfico, al rato ya lo había olvidado.

Al día siguiente pasé por el mismo lugar, el semáforo dio vía, por lo que aceleré, en eso observé que un hombre desnudo se ponía en mi camino, agitaba las manos y gritaba, gesticulaba como loco, por lo que tuve que frenar de golpe para no atropellarlo.

Estacioné el carro unos metros adelante, del susto no podía respirar; bajé el vidrio, para que entrara aire, en ese instante se acercó un hombre, vestía una camisa que tenía el logotipo de la empresa eléctrica, metió la cara por la ventana y dijo:

—Que susto, ¿verdad don?, fíjese que ese es mi compañero, desde ayer que estamos haciendo unos trabajos por aquí, lo noté un poco raro, pero nada del otro mundo, pero hoy si que, literalmente, peló cables.

Luz Clarita