miércoles, 24 de diciembre de 2008

Solo

Les dejo, en mi blog personal, el último textito del año.

Por aquello que alguien pase por acá.

http://johanbush.blogspot.com

Feliz navidá pue.



lunes, 22 de diciembre de 2008

Patines rosa

Mi abuelo era lo que se dice un viejo de verdad; entrado en años, pero además así le decían mis tíos; quienes no podían entender que a nosotros nos llevara al zoológico, a los juegos electrónicos, nos comprara chucherías y otras atenciones, pues a ellos, durante su niñez, no les había dado ni un caramelo.

Tenía doce años y la palabra enamorarse daba vueltas por primera vez en mi cabeza; por eso pensaba que esas vacaciones serían perfectas: mi madre prometió comprarme los patines rosa para mi cumpleaños y con la vecina, Alejandra, planificamos la forma perfecta de conquistar a Edgar, un chavo de nombre feo pero guapísimo, quien vivía al final de la cuadra, sus papás estaban peleando y decidieron no viajar este año, entonces tendría tres meses para lograr mi objetivo.

Las calles de la colonia estaban recién arregladas, así que podríamos patinar en el pavimento lisito, yo nunca lo había hecho, pero con patines nuevos sería fácil.

Durante todo septiembre Edgar había lucido sus habilidades en patines y patineta, junto con otros chicos de la cuadra; nosotras, en bicicleta, pasábamos cerca de ellos o los veíamos de lejos; estaba segura de poder atraerlo con los patines, que él me ayudaría a aprender, me tomaría por la cintura, yo simularía caer y me tomaría en sus brazos.

La escuela terminó y dos días después mis padres nos dieron la noticia: nos vamos a separar.

Aquello implicaba que mi madre se mudaría a la casa de mi abuelo, ell tenía el pretexto perfecto, pues quedaba más cerca de su trabajo; además no quería ni voltear a ver a mi padre. La situación me hacía llorar, no tanto por verlos separados, pues los gritos y peleas ya eran insoportables, por eso que se divorciaran era lo mejor; lo duro era dejar la cuadra, no vería más a Alejandra, mi fantasía con Edgar se volvía irrealizable, y tendría que vivir en ese barrio viejo, quien sabe cuanto tiempo. Me encerré a llorar.

Mi madre llegó a decirme que lo sentía mucho, a repetía que mi hermano y yo no teníamos la culpa, pedía que entendiera, mil razones más dio antes de mencionar que no podría comprarme los patines que me había ofrecido, tal vez para navidad.

Cuando nos fuimos de la colonia, la madre de Alejandra me dijo que podía llegar a dormir cuando quisiera, que su casa era mi casa. Ella lo hacía por cortesía, pero lo agradecí; yo sabía que no iba a volver al barrio.

Como no había nada que hacer en casa del abuelo, entonces me portaba mal. Salir a jugar era ver a esas niñas y niños tontos pegarle a la pelota. Aunque habían chicos interesantes, el barrio era bajo, eso era seguro.

Cinco días después me peleé con una niña de la cuadra, mi cara reflejaba las consecuencias. Mientras la abuela me revisaba la nariz, el abuelo llegó con una cajita y dijo: probátelos, eran de tu mamá.

En la caja resplandecían unos patines de metal, de esos que se ajustaban al zapato con unas correas de cuero, las ruedas, también de metal, hacían un ruido horrible; me puse roja solo de pensar como se verían, sentí vergüenza; pero la sonrisa del abuelo hacía suponer que él esperaba mi felicidad. Se los puse a los chapulines, inesperadamente quedaron perfectos; cuando intenté ponerme de pie me fui al suelo, los cojinetes estaban recién aceitados y se deslizaban con rapidez.

Pasada la vergüenza, me dispuse a utilizarlos, trataba repetidamente de avanzar por la acera, los patines funcionaban, pero yo no, así que cada tanto estaba sentada en el suelo. En una de esas, sentí la mano de alguien, me ofreció apoyo, mientras decía: si querés te ayudo a aprender, cuando subí la mirada encontré unos ojos azules y una sonrisa divertida. El chico, casi pelirrojo, poseedor de una mirada intensa, me ayudó a dar vueltas, me indicaba como apoyarme; así pasamos un buen rato, cuando ya casi oscurecía, nos sentamos en la banqueta y le escuché decir: puchis, esos patines son clásicos, están bien chileros, ya vas a ver que cuando uses los modernos te van a parecer de chiste. A partir de ese momento el barrio cambió de color, me pasaba la mañana pensando que por la tarde compartiría el tiempo con el chico guapo, amable, cariñoso y extraño.

Habían pasado dos semanas cuando, al fin, le pregunté su nombre: Andrés y no vivo por aquí, respondió. Me contó que su padre, médico él, tenía una clínica en el barrio, que estaba viniendo por las tardes, que sus padres se estaban divorciando, y como no querían dejarlos solos (a Andrés y su hermano), entonces uno estaba con el papá y el otro con la mamá.

Andrés tenía poco menos de catorce años, en su compañía las semanas pasaron rápido, quemamos el diablo, fuimos a comprar buñuelos, por el día de Guadalupe, y cuando iban a dar inicio las posadas dijo: ya no vengo más, me voy con mi madre. Sentí que el mundo se caía de nuevo, perdía otro amigo. Esa última tarde nos sentamos en la acera, el frío calaba, su padre saldría pronto, a las siete, como siempre, al mismo tiempo que la abuela llamaba a cenar. Puso su bufanda en mi cuello, me tomó de la mano, luego sus labios se posaron en los míos, un calorcito suave me llenó, era mi primer beso, mi primera decepción.

El veinticuatro de diciembre, en casa, comimos un tamal amargo, lleno del llanto de mi madre, bromas pesadas de mis tíos y reclamos idiotas. Bajo el árbol habían dos regalos para mí y dos para mi hermano. Uno contenía mis primeros brasieres, comprados por mi madre y mis tías, también venían algunas moñas para el pelo. En el otro el abuelo había envuelto unos patines rosa, preciosos, las llantas blancas y cintas nuevas, los acompañaba una nota: gracias por usar la chatarra y disfrutarla, estos son para que puedas presumir. Lloré de nuevo, porque ya no había a quien presumirlos.

En enero cambié de colegio, el antiguo era de corte religioso y mi madre no quería dar explicaciones, así que nos inscribió en otro.

El primer día, como pollito comprado, me dispuse a entrar a un salón donde se oían risas, parada en la puerta lo recorrí con la mirada, tenía la esperanza de encontrar a alguien conocido; una cabellera roja y alborotada sobresalía. Andrés tomó mi mano, me llevó a un escritorio, a la par del suyo. El año iniciaba de lo mejor.

Lolita dos patines

Para la Prosódica

viernes, 19 de diciembre de 2008

El coyol

Le decíamos el coyol porque cuando era patojo su mamá lo rapó completamente y le dejó la cabeza lisa.

Éramos adolescentes y no habíamos salido nunca de Poptún cuando apareció el John. Venía con el cuerpo de paz o algo por el estilo, tenía unos treinta años, era un chavo sin más oficio que fumarse la hierba que cultivaba en los huertos familiares de las doñitas del pueblo, los que, por cierto, él enseñaba como se hacían.

Doña Lucía le cogió aversión cuando lo descubrió viendo fijamente al coyol, quien tendría unos dieciséis años, pero estaba pasando a convertirse en un hombrón; bueno, en realidad no muy grande. Resulta que un día unos patojos se pusieron a chingar al coyol; él era calmado, pero si llegaban a sacarle la madre, entonces respondía con toda su furia, eso sucedió; eran cuatro ellos, y como no dejaban de fastidiarlo, finalmente se cansó y a puño limpio los fue dejando tirados, a uno por uno. Fue por eso que el John se entusiasmo.

La cosa es que el gringo dio en traer cosas para doña Lucía: que un delantal nuevo, que dulces, que chocolates, que collarcitos y, poco a poco, se fue ganando la confianza de la doñita, ella en reciprocidad le decía Juanito y le daba almuerzo todos los días.

Un día John llegó con una caja de pizza y Pollo Campero, durante el almuerzo trató de convencer a la doña de prestarle al coyol por unos meses; él le pagaría por la molestia, con ese dinero ella podría invertir más en la tienda, comprarse una máquina de coser, y ayudarse para la comida de sus otros hijos; pasado ese tiempo, si el patojo aprendía bien lo que John le iba a enseñar, se lo llevaría a los Estados Unidos, y le aseguró que el muchacho le enviaría unos mil dólares mensuales.

La doñita se hizo de rogar, lloro un poco, incluso fue a pedirle consejo al cura; ambos llegaron a la conclusión que no podía ser cosa buena lo que ese gringo quería, que todo era muy sospechoso. La decisión final la tomó cuando la vecina le dijo: no tenés hijas y si ese gringo quiere con tu patojo, pues, ¿qué de malo le puede hacer? Además el dinero nunca está de más. Ese argumento la convenció y dejó que se lo llevaran.

El John se fue a la capital y se llevó al coyol; como cinco días después regresaron con equipo para hacer ejercicios, ropa nueva y otras cosas. El cura hizo que el doctor examinara al patojo, para saber si no le había pasado algo raro, pero el diagnóstico fue que estaba enterito.

Durante los siguientes seis meses el coyol no hizo otra cosa que comer bien, hacer ejercicio, mucho ejercicio, por la mañana y por la tarde, pegarle a una bolsa que colgaba del techo. El John le enseñaba a hablar en inglés, a caminar bien, a peinarse, a vestirse, y otras cosas que yo también aprovechaba. Aprendimos inglés y nuestros cuerpos se hicieron fuertes.

John insistía en que el coyol no saliera mucho al sol, que no hiciera trabajos físicos, menos si implicaban que podía lastimarse las manos, para eso le pagaba a la mamá, decía cada tanto tiempo. Todos veían raro al coyol, pero doña Lucía se quedaba calladita, porque recibía buen pisto. Al final, era buen negocio para ella.

Pasados los seis meses el John dijo que el patojo estaba listo y que había llegado la hora de llevárselo a los Estados Unidos. La madre lloraba a mares, pero cuando le recordaban que estaría recibiendo sus dolaritos cada mes, entonces se consolaba.

Cuando el coyol se fue para los estados, yo me fui para la capital, con el cuerpecito que tenía conseguí trabajo en un gimnasio, pronto uno de los clientes, un viejón él, me prometió un apartamento nuevo y como yo pensaba que lo mismo estaba haciendo el coyol, pues no me pareció mala idea. De vez en cuando regresaba a Poptún, doña Lucía recibía puntuales sus dólares, muchos más de los mil que le habían ofrecido y la tienda estaba de lujo; de esa forma pasaron los años.

Hace unos días, ojeando una revista de esas que le gustan al don con el que vivo ahora, observé las fotos de un tipo pelón, a quién habían nominado al Globo de oro, así se podía leer. Puta no puede ser, ese es el coyol, dije, ese es, claro que si, volví a decir en voz alta. Ya más atento me puse a leer, había un historial de sus trabajos en el cine, contaban como se había convertido en actor después de haberse lesionado la rodilla, por eso no pudo seguir su carrera como boxeador, que desde sus inicios en Top Gun no había aceptado un papel tan arriesgado como el que hizo en Tropic Thunder, en donde se burlaba de él mismo, por eso la prensa extranjera había nominado a Tom Cruise.

—Que de a huevo, ya Tom Cruise, ya Top Gun, coyol más cabrón, si Tomás Cruz de Poptún es que se llama el cerote.

Oliverio Estont

martes, 16 de diciembre de 2008

De la serie diálogos incongruentes V

—Maese, ¿cómo amaneció?

—Bien, la verdá, pero fíjese que siento un sabor raro en la boca, la lengua la tengo pegajosa y no se me quita un dolor que me baja de la cabeza hasta el dedo chiquito del pie.

—Pues de plano, si no fue poco lo que se atragantó de todos los brebajes habidos y por haber.

—¿Cómo así? ¿Qué brebajes usté?

—Ya vio que se estuvo tomando hasta las sobras que la mara dejaba en los vasos.

—No puede ser mano, si yo no chupo, además no me acuerdo de nada.

—Mejor si no se acuerda.

—Puta, ¿tantos clavos hice?

—No se achiguate, pero como dice la mara, con los que hizo bien puede poner una su ferretería.

—No mano, no me asuste, de verdá que no me acuerdo, lo único es que siento esta incomodidad en la garganta, como que tuviera una bola de pelos trabada.

—Puta, ni que fuera gato, si lo que mordió fue el perro pekinés de la esposa del jefe.

—¿Cómo así?

—Mire pues, la doña estaba encampanada con el Güicho, el patojo ese de créditos, al que todas las chavas le llevan ganas, pero como el cerote es güeco no le pasaba balón, él estaba tratando de conectarse al Meme.

—¿Y eso qué tiene que ver con el chucho?

—En eso llegó la Claudia, y sin mediar palabra le dio un beso en la boca.

—¿Al Güicho?

—Nel hombre, a la doñita.

—No me chingue.

—La vieja se levantó, trastrabillando, y la jaló del pelo.

—No me diga que le dio un pijazo.

—Para nada, la jaló para que no se le escapara, luego ya no la soltó.

—¿Y el chucho?

—Ah, lo que pasa es que usté se puso necio, típico bolo, ya sabe, casi le arranca el brazo a la doña tratando de llevarla a la pista, pero ella no quería bailar, ella necia con el Güicho, y el Güicho con el Meme, y la Claudia que llegó de repente y el perro que no dejaba de ladrar, entonces cuando ella se levantó, usté estaba colgado del brazo y del impulso se cayó, entonces el chuchito se le fue encima, le agarró el pantalón y se lo rompió, la doña ya iba caminando con la Claudia, pero usté trató de agarrarle la pierna, en eso el chucho se le orinó encima, entonces usté se voltió, agarró al perrito entre sus manos y le pegó la gran mordida.

—Puuuta, no le creo.

—Es la puritita verdá

—Mire, ¿y el jefe? ¿lo vio todo? Hoy si me va a echar.

—No se ahueve, él ni cuenta se dio, como estaba dándole tremenda agarrada a la Lyn.

—Con eso si no chingue, usté sabe que la Lyn es mi novia y nos vamos a casar.

—Yo solo le cuento lo que vi.

—Viejo cerote, hoy si lo voy a pijiar.

—Nel hombre, tranquilo, si ella ni se debe acordar, con lo borracha que estaba.

—Alaputa, y a todo esto, ¿usté que estaba haciendo?

—Yo bien aburrido compadre, como estoy tomando medicina, entonces no me pude echar ni un solo traguito.

Lupe Reyes

viernes, 12 de diciembre de 2008

La carta

Los invito, con todo el entusiasmo que me provoca publicar un texto, a que pasen a leer a mi blog personal.

http://johanbush.blogspot.com/

Salú pue.

martes, 9 de diciembre de 2008

Diciembre en el trópico de capricornio

Algo se está fundiendo en su cabeza, lo nota, le brotan gotas de sudor en los parietales, le bajan por la frente, pasan por el cuello, en interminable cascada que deposita en su pañuelo.

Oye retumbos que inician en el oído medio, los escucha en su corazón, pero no son palpitaciones normales, suenan como algo que se desgaja, que se derrumba y desprende de los huesos.

Se acuesta porque le hierven las manos, pero tiene los pies helados. Una sensación gélida sube hasta las rodillas, llega a los genitales, recorre los intestinos, recubre el estomago, sube por el esófago, arriba al corazón y lo acalla, los retumbos se congelan, los latidos se vuelven lentos, el frío alcanza todo el cuerpo, es frío que no hace ruido, que no se despedaza.

Desea estar solo, sin soportar miradas, sin evocar el pasado, caminar en la oscuridad.

Añora encontrar la ausencia, capturar el ritmo, las intenciones, poderlas interpretar, sin necesidad de palabras, tomar un beso profundo, seguir para no estorbarle a nadie, dominarlo todo, dejar de sentir el sudor en las manos, desea no estar en Diciembre.

Poncho Pilatus

lunes, 1 de diciembre de 2008

Jojojojooojó, feliz navidad

Las luces de diciembre le encantan, pero no la del sol ocre que cae sobre las montañas que dan al mar; no, su delirio son las lucecitas que titilan en la noche, las que todo mundo cuelga en sus casas, con mensajes de Merry Christmas, junto a imitaciones de bastones de dulce y diademas de pinabete, similares a las que decoran los árboles de navidad gigantescos que patrocina la cervecería cada año; o la iluminación de mil colores que atraviesa las calles del centro, o aquellas que se venden en oferta en los canastos del mercado.

Le gusta el olor de la temporada, el que se desprende de los gusanos de pino, de la manzanilla que sirve de adorno para los nacimientos; el olor del ponche de frutas dulces, que se percibe hasta la esquina; y el sin igual perfume de los tamales negros y colorados, mientras se cocinan en las grandes ollas de barro.

También le gustan los regalos, los centros comerciales atiborrados de moñas, de osos de peluche; el hermoso empaque de las cajas que guardan delicadas muñecas, los potentes carros, los enormes robots y las divertidas pelotas.

Pero su mayor delirio es ponerse el traje rojo, la barba blanca, y sentarse en el trineo que instala cada año en el centro comercial, para que se acerquen los pequeñines, a fotografiarse, sentados sobre él y poder sobarles sus piernitas y reírse, jojojojooojó, diciendo feliz navidad.

Papanel