martes, 9 de abril de 2013

El tambo — Capítulo 2



Que se me chingara el carro fue una verdadera cagada.  Iniciando el semestre, justo el día que daba inicio el curso que tenía que repetir. No es una gran nave, en realidad es una chatarra que mi padre usó cuando era joven, la reparamos con mi primo, eso de estudiar en universidad privada y no llevar carro pues no queda bien y el carrito me sirvió fielmente el primer año, pero ahora se chingó.

El asunto es que llegué tarde, por lo que no tuve otra que inscribirme en un grupo de tres chavas, medio nerdas ellas, y nada bonitas, más bien gorditas, quienes parecían tener arreglada su vida, pero fueron las únicas que se ofrecieron a aceptarme para hacer el trabajo colectivo, ya se sabe, nadie se arriesga con alguien que llega tarde, se supone que así será siempre.

Una semana después no había podido arreglar el bendito carro y de nuevo llegué tarde a clases.  Las chavas me vieron feo, me disculpé, les expliqué lo del carro. Sin ponerme atención, dijeron que teníamos que reunirnos para planificar una presentación para la siguiente clase, por eso había que arreglarlo todo de una vez. Dispusieron platicar en un McDonald’s.  Las tres niñas, al unísono, me convencieron, dijeron que era urgente hablar, pero no querían estar en ese Mc que estaba cerca de la U, ellas querían ir a otro lado.

—Como no tenés carro Paola te puede llevar, nos juntamos allá.
Yo y mi bocota, le había pedido jalón a un cuate, pero por lo de la tarea de grupo no tuve escapatoria.  Hasta ahí no imaginaba que me querían tender una trampa. Quince minutos después de haber llegado, después de tragarse las papas fritas, las otras dos se despidieron, inventaron cualquier excusa y me dejaron solo con la Paola.

Entonces fue que me di cuenta, lo que querían las tres era dejarme solo con la Paola, en un lugar donde no hubieran conocidos, por eso no quisieron que nos juntáramos en el Mc de la U.

También así me di cuenta que esas chavas no perdían el tiempo, porque en cuanto desaparecieron sus cuatas la Paola se me abalanzó a lo grueso: “Quiero con vos”, dijo. Me habló del apartamento de su hermano: "Queda en la zona viva, no estamos tan lejos, rapidito llegamos, total a esta hora no hay mucho tráfico”.

Abrió la bolsa, para buscar sus llaves, las sacó, las puso en la mesa, al hacerlo dejó al descubierto una cajita de preservativos, que estaban casi en la superficie.  "Te lo puedo poner con la boca", dijo, sin ruborizarse, yo en cambio sí me puse rojo, y el paquete se me achiquitó.  La niña era de armas tomar, más bien de “armas al hombro”, pensé. El problema era que el guardaespaldas estaba parado en la puerta, un hombre grandote, fornido, con el arma debajo de la chaqueta. Ni loco, me dije.
Como ella fue lanzada, entonces yo me animé a decirle que no me gustaban las mujeres fáciles, que prefería que nos conociéramos más, para saber como era ella, que no podía acostarme sin amor, sabía que sonaba gay, pero al final le dije que era cristiano renacido, y que había prometido tener sexo solo con la mujer con la que me casara.  No me detuve a pensar, lo que quería era zafar bulto.

El rollo funcionó, la Paola lloró un ratito sobre mi hombro, se echó el consabido "qué vas a pensar de mÍ",  le di un besito de despedida y se fue.

Me quedé sentado un rato, sin terminar de creer lo que había pasado, pues no todos los días le tiran a uno el calzón de esa forma.  Cuando consideré que ya no la encontraría afuera me levanté y, sin salir de mi asombro, caminé a esperar la camioneta. 

De seguro me tocaría esperar un buen rato, a esa hora las camionetas van más despacio, y se quedan paradas hasta conseguir un aceptable número de pasajeros. Todo lo contrario de las horas pico, cuando los brochas se arrebatan y tratan de meter a todo el que puedan al bus, llenándolo prácticamente a presión.

Entre los que esperábamos sobresalía una señora, nada fuera de lo común, vestida a la antigua, con un delantal que le cubría la falda, pero era fácil fijarse en ella porque a duras penas sostenía un tambo de gas propano, de esos de veinticinco libras. ¿Quién sale a comprar gas en estos tiempos? ¿Acaso por su casa no venden? Además, con tantas empresas que reparten a domicilio.  No pude dejar de verla, mientras me hacía tales preguntas.

La doñita le hizo señas a la camioneta que venía, la camioneta paró, ella se dirigió a pagar su pasaje, habló algo con el chofer, bajó del bus, se me quedó mirando y dijo: "Joven, hágame el favor, por vida suya, ayúdeme a subir el tambo por la puerta de atrás”.

Agarré el tambo y haciendo alarde de fuerza lo subí con una mano. Algo sucedió en ese momento, porque la camioneta arrancó y de inmediato pude ver que la señora estaba tirada en el suelo, gritando sin parar

La señora gritaba, mi bus no aparecía, la camioneta y el tambo siguieron su rumbo, mientras se alejaba se podía ver como trataba de adelantarse a otra camioneta, tratando de ganarle el pasaje de la próxima parada.

Un automóvil de lujo, una Blazer creo que era, de plano iba demasiado rápido, o se pasó un alto, porque fue directo a chocar en uno de los lados del bus.  La Blazer hizo un trompo, pero luego se enderezó y siguió su camino.

La camioneta se descontroló, unos metros adelante se estrelló contra un edificio, que resultó ser una venta de gases industriales.  El bus cayó sobre su costado, después se escuchó un estruendo, ahí se desató el pandemonio. La gente corría y gritaba: “Estalló el bus, estalló el bus, el edificio se quema”, se podía escuchar entre la locura.

Las detonaciones que siguieron me hicieron notar que la cosa era más seria de lo que se miraba.  Me quedé viendo a la mano con la que ayudé a la señora, ella apenas se estaba levantando del suelo.  El tambo de gas se había convertido en una bomba, fue lo que pensé. 
Continuará
Rubén a secas.

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