—Joven, hágame el favor, por vida
suya, ayúdeme a subir el tambo por la puerta de atrás.
Un poco de
esfuerzo y el tambo quedó acomodado. El brocha apuraba a los pasajeros. Doña Lucía se prendió del tubo de la
camioneta y de un brinco llegó hasta arriba, el esfuerzo provocó que su
monedero saliera volando del brasier, en cuanto se dio cuenta pegó un grito, al
tiempo que se bajaba. Por un instante
perdió de vista la pequeña bolsa que contenía todo su dinero, pensó que apenas
era la primera semana del mes y no podía permitir que alguien más lo tomara,
sus hijos se quedarían sin comer, y su marido, ¿qué explicación le daría a su
marido?
No le quedaba
mucha agilidad, cuarenta y cinco años y cinco hijos hacen mella en cualquier
físico, pero la adrenalina pudo más, capturó el monedero, unas lágrimas se le salieron,
suspiró aliviada, unos segundos pasaron, entonces se levantó, pero el bus había
arrancado, ya no pudo contener las lágrimas y toda su rabia se desbordó,
haciendo que se pusiera a gritar, mientras miraba cómo la camioneta se alejaba,
llevándose el tambo de gas.
La noche
anterior el marido de doña Lucía había llegado borracho. Como ella no estaba en casa vociferó, asustó
a los niños y se llevó el tambo de gas, lo cargó a la moto y lo fue a empeñar. Ella regresó después de las ocho, se dirigió
directamente a la cocina, para calentar la cena, quiso encender la estufa pero
fue imposible, quizá dejé cerrada la llave, se dijo, mientras iba para afuera y
al agacharse a ver, debajo de la pila, se quedó pálida al notar que el espacio
reservado para el tambo de gas estaba vacío.
Uno de los niños
la fue a encontrar: “Mamita, mamita, mi papito se llevó el tambo de gas, pero
dijo que no te contáramos”. Resistió
todo lo que pudo, no pronunció palabra alguna, no era bueno que los niños la
oyeran hablando mal del papá, en su mente todo se revolvía: “Infeliz, ya no sé que hacer con él, si no le
doy pisto se roba las cosas y las va a empeñar, si le cierro la puerta la bota
y luego me sale más cara la reparación, si no le doy de comer me pega o le pega
a los patojos, solo por ellos es que lo aguanto, pero ya no aguanto, y ahora
hasta mañana voy a poder ir a desempeñar el bendito tambo”.
Encendió la
estufa de gas kerosene y calentó la cena de los niños, el más pequeño todavía
tomaba pacha. Se apresuró a ponerles
ropa de cama, temprano del otro día tendría que llevarlos a la guardería.
Su rutina diaria
era dejarlos por la mañana, recogerlos a las cuatro de la tarde, en el ínterin
trabajaba en varias casas, lavando ropa, planchando, haciendo limpieza. Los
llevaba a la casa, preparaba la venta y como a las seis iba de nuevo para
afuera, los niños se quedaban al cuidado del más grande, que tenía siete años.
Regresaba hasta terminar con todo. Esta vez tenía trabajo extra, pues iría a
rescatar el tambo de gas, como no era la primera vez que pasaba que el marido
se llevaba cosas al empeño, era seguro que ahí encontraría el tambo.
Continuará
Rubén a secas.
Rubén a secas.